Mi mundo existe en el interior de una Grieta.
Sé que, para los mortales, acostumbrados a mapas tan
extensos, llenos de flora, fauna y gentes tan variopintas, es complicado
percibir la belleza de nuestra existencia.
Una vida entre la luz del cielo y la oscuridad del abismo.
Como si una espada divina hubiera apuñalado la tierra, abriendo a su paso una
herida sin fondo que era incapaz de curarse.
Las paredes rocosas se hundían en las profundidades negras
del abismo, en un lugar del que nada ni nadie volvía, formando dos acantilados
infinitos poblados de árboles que se alzaban buscando la luz. Árboles cuyas
ramas llenaban el espacio intermedio, entrelazándose, buscando un abrazo que
jamás llegaría a darse.
Mi pueblo vivía en esos árboles. En Brocken, la ciudad colgante.
Danzábamos con gracia entre las ramas, usando los numerosos brazos que los
Seres de Arriba nos habían dado para balancearnos sobre el insondable vacío.
Nuestra vida, alimentándonos de los frutos que cultivábamos en los árboles, era
sencilla.
Pero no era pacífica.
La culpa era de los Grisvar.
Así como nosotros nos balanceábamos en los árboles, entre
los dos acantilados, en equilibrio entre la Luz de Arriba y la Oscuridad de
Abajo, ellos no hacían tal cosa. Los Grisvar eran seres rocosos, toscos y primitivos,
cuya vida giraba en torno a la piedra de los acantilados. Sus cuerpos carecían
de nuestro don divino para deslizarnos por el aire, pero, a cambio, tenían una
habilidad innata para trabajar la piedra. Su vida, por tanto, consistía en
cavar, y así la desarrollaban.
Mientras los espectros de Brocken danzamos graciosamente en
el vacío, desarrollando los dones de los dioses, los Grisvar de Kruengard abren
agujeros, dándole formas a la piedra y abriendo sus fortalezas en el interior
de las grutas junto a las raíces de nuestros árboles.
Durante un tiempo, en la antigüedad, nuestros pueblos
vivieron en armonía. Los Grisvar de Kruengard trabajaban de la piedra, comían
de la piedra, mientras nosotros, los Espectros de Brocken vivíamos entre los
árboles, cultivando y alimentándonos de los frutos de éstos, concedidos gracias
a la luz.
Nuestros pueblos conocían su lugar. Sabían que un Espectro
no debía adentrarse en las oscuras mazmorras de los Grisvar, que su lugar
estaba entre las ramas. Y sabían que un Grisvar debía de permanecer en las
profundidades de su tierra; las ramas no podrían soportarlo.
Sin embargo, algo cambió. Algunos dicen que los Espectros
quisimos aumentar nuestro territorio, erosionando los bordes del acantilado
para aumentar nuestras fronteras, pero lo más probable es que fueran los
Grisvar los que comenzaron con las hostilidades. Corrieron rumores de que
querían cerrar la Grieta, terminando, por envidia, del equilibrio del que
gozábamos los Espectros entre la Luz y el Abismo.
No sé con seguridad cómo comenzó. Lo que sé es que, cuando
los Grisvar lanzaron una pedrada contra Brocken, nuestra nación extendió los
brazos y marchó. Marchó hacia la guerra.
Yo estaba allí.
Era un recluta joven, pero de brazos largos y sinuosos, que
se podían mover como una brisa de mañana o como un afilado vendaval, cuando
todo comenzó. Junto a mis compañeros, me coloqué mi máscara de guerra y me
dispuse a demostrarles a los Grisvar que nuestro viento podía erosionar hasta
las piedras más duras.
No fue una escaramuza. No fue una confrontación.
Fue la Guerra.
Nuestra agilidad nos permitía evadir con facilidad las
peligrosas pedradas de los Grisvar, pero, a cambio, nuestros portentosos brazos
no eran de gran ayuda contra sus cuerpos, prácticamente irrompibles. No pasó ni
un ciclo de luz desde mi llegada hasta que tuve claro que un Grisvar no tenía
la misma consistencia que un fruto, o el tronco de un árbol.
Los Grisvar eran de piedra. Y eran despiadados.
Pronto perdí la cuenta de los compañeros abatidos por sus
disparos, o aplastados por sus avalanchas. Dejé de mirar, impotente, mientras
los Grisvar los arrastraban, contra su voluntad, hacia las profundidades de sus
grutas. No sé cuántos compañeros perdí a merced de los monstruos de piedra,
pero fueron al menos tantos como Grisvar cayeron por el abismo, o perecieron,
víctimas de nuestros letales brazos.
Pronto dejaron de importarme las víctimas. Dejaron de
importarme los muertos.
Y comenzaron a importarme los vivos. Comenzó a importarme
aquel Grisvar con la guardia baja, vulnerable, más que el Espectro al que
acababa de abatir bajo su mazo de piedra. Comenzó a importarme más sobrevivir a
las emboscadas que capturar con vida al objetivo de nuestra misión.
Las muertes de mis compañeros, de mis amigos, no hacían más
que acentuar mi motivación. Cuando perdí mi ojo por una pedrada recuerdo
encabezar el ataque a un poblado minero Grisvar, dejando tras de mí un sendero
de grava aplastada. Descubrí que se me daba muy bien aquello de la guerra.
Combatir y sobrevivir. Dos cualidades que me hicieron convertirme en un héroe.
En un veterano de guerra, al que los nuevos reclutas miraban con admiración.
Avanzamos, por las grutas Grisvar, sinuosas y confusas, y,
paso a paso, combate a combate, mi escuadrón se acercó a Kruengard. El final
estaba cerca. Lo podía notar en mi ojo destrozado, lo podía notar en mis
brazos. Pronto nuestro ejército asaltaría la fortaleza de los Grisvar de
Kruengard. Pronto la amenaza terminaría.
Pero en aquel momento, todo volvió a cambiar.
Recuerdo verla al fondo de la caverna cuando ocurrió.
Aquella inmensa fortaleza, con aspecto de geoda, llena de edificios brillantes
que surgían del suelo y de las paredes. Hermosos, sí, pero también frágiles. No
sería difícil hacerlos añicos. Pero, sin embargo, no podíamos. Los negociadores
de ambos bandos habían llegado a un acuerdo. Se había firmado la paz.
Paz. La paz es una palabra envenenada. La paz habla de
tranquilidad, de victoria. Todos celebran la paz. Todos se alegran de que ésta
exista.
Pero nadie se pregunta por qué llega. Nadie se pregunta qué
hubo antes para que hubiera paz. Por definición, antes de que haya paz. Siempre
hay guerra. Y, para aquella paz, también había habido una guerra. Una guerra en
la que mis padres, mis amigos y mis conocidos habían muerto. Una guerra que
estábamos a punto de ganar. Las tropas habían diezmado la población Grisvar,
habían cercado su capital. Kruengard estaba en la punta de nuestros dedos.
Podríamos rodearla con sólo alzar los brazos. Podríamos hacer que las muertes
de nuestros camaradas fueran para algo.
Pero no pudo ser. Había paz. La guerra había durado
demasiado, al parecer. Nuestros pueblos habían sangrado ya demasiado y perdido
demasiada gente. Y firmamos la paz.
Una paz que había convertido en un sinsentido el sacrificio
de nuestros compañeros. Una paz que había echado al abismo todos nuestros
esfuerzos. Todos nuestros camaradas que habían sido arrastrados a las
profundidades de la tierra por los Grisvar no verían sus deseos cumplidos.
Todos los amigos y familiares víctimas de pedradas habían perdido la ocasión
para recibir justicia.
Paz. Esa palabra que podría suponer que nos sentamos en el
trono de Kruengard, que la arrasamos hasta los cimientos para recordarles a los
Grisvar nuestra posición de vencedores, pero que en cambio banaliza nuestros
sacrificios y los de nuestros compañeros. No podía soportar que hubiéramos
llegado tan cerca de Kruengard, pero no nos hubieran dejado hacer aquello para
lo que habíamos ido.
Sin embargo, yo debía de ser el único que se sentía así. El
único que pensaba que aquella paz no era más que un último intento de los
Grisvar de librarse de su destino bien merecido. Los otros soldados celebraron,
alzando sus brazos y quitándose las máscaras de guerra para lanzarlas al
abismo, como símbolo de buena voluntad.
Pero yo no podía hacerlo. No podía estar en paz. Había
perdido demasiados amigos, había perdido mi ojo. Había hecho demasiados
sacrificios. Y eran incapaces de darse cuenta.
Intenté explicárselo, hacerles entrar en razón. No podían
dejar pasar aquella oportunidad para acabar con los Grisvar. Pero me echaron a
un lado como si fuera un perro que ya ha vivido demasiado y sólo está buscando
las sobras de la mesa del señor. Durante la guerra había sido un héroe, pero
ahora, en tiempos de paz, no eran más que un estorbo.
Paz. Esa palabra que hace que guerreros letales como el
viento afilado de los ciclos de invierno se convierta en una brisa de media
tarde. Todos querían la paz. ¿Cómo no iban a quererla? Mis compañeros habían
sido sustituidos por reclutas nuevos y jóvenes, provenientes de otras épocas, y
los altos mandos habían pasado a manos de jóvenes Espectros que no conocían el
huracán ni el vendaval. Claro que querían la paz.
No habían conocido el sacrificio de sus seres queridos, la
muerte de amigos y familiares a manos de los Grisvar. No habían visto la
batalla moldear sus afilados brazos, ni adiestrar su ojo para detectar pedradas
a grandes distancias y calcular su trayectoria.
Claro que querían la paz. Porque ellos no sabían lo que era
la guerra. Y, por eso, nunca entenderían mi sufrimiento. Y nunca podrían
hacerle justicia.
Yo era el único que podía.
Y la envidia comenzó a echar raíces en mi interior. Envidia
por aquellos jóvenes que vivían en una época en la que no tenían que combatir,
en la que no tenían que ver a sus amigos morir ante ellos, en sus propios
brazos. Aquellos jóvenes que ya habían olvidado por qué luchar. Habían olvidado
lo que significaba honrar un sacrificio. Y, así, habían olvidado los
sacrificios hechos para llevarlos hasta allí.
Y entonces lo entendí. En realidad, seguía en guerra. Seguía
luchando, pero ésta vez los Grisvar ya no eran mi enemigo. Esta vez, mi enemigo
era la Paz. La paz que había convertido las rutas por las que habíamos
conquistado la gruta de los Grisvar en rutas de comercio. La paz que había
hecho desaparecer los sacrificios de mis amigos, de mis compañeros y de mi ojo,
que había hecho desaparecer mi sufrimiento.
Tenía que luchar contra ella. Tenía que acabar lo que
habíamos empezado contra los Grisvar. Y, si quería que Brocken me apoyase de
nuevo, tenía que hacerles sentir lo mismo que sentía yo.
Sin embargo, mi plan resultó contraproducente. Junto al
comercio, los Grisvar y los Espectros intercambiaban información, y no tardaron
en descubrir que el ataque terrorista Grisvar no había sido más que una
maniobra interna. Pero lo que importaba era que estaba volviendo a ocurrir. Los
Espectros, aunque contra mí, volvían a levantarse por sus compañeros caídos.
Volvían a compartir mi sufrimiento.
Cuando la guardia vino a por mí, no fue difícil librarme de
ellos, pero algo había cambiado, con una determinación renovada. Combatiendo a
los nuevos Espectros, combatía aquel sopor que cubría los árboles de Brocken
como si fuera la tela de una araña mental. Ya no era un “héroe de guerra”, sino
un “violento veterano con inestabilidad mental”. Aunque tal vez estuvieran
relacionados. Claro que tenía problemas. Mi problema era que mis compañeros,
mis amigos y mi propio ojo me pedían venganza. Me pedían mantener vivo su
sufrimiento y su sacrificio.
Y yo le estaba dando cumplimiento.
Fueron ciclos salvajes, aquellos. Deslizarse sigilosamente
entre las ramas, al borde del abismo, preguntándote si serían suficientemente
pesadas como para mantener tu peso. Emboscando a Espectros más jóvenes.
Aquellos días me recordaron mucho a la guerra.
Pero acabaron.
Recuerdo que aquel día llovía, desde la Luz. Finalmente, un
escuadrón del ejército me había acorralado. Tenía gracia; era un escuadrón muy
similar al mío. El líder, en cabeza y frente a mí, tenía una máscara de guerra
muy similar a la mía, aunque aún tenía los dos ojos.
Con los brazos extendidos, tendieron una red en torno a mí,
preparados para darme batalla si me resistía. Pero antes, el líder avanzó, e
intentó convencerme para que me entregara.
Y entonces dijo aquella palabra. No fue “héroe”. No fue
“veterano de guerra”. Fue otra palabra muy distinta. Una palabra que hace
sacudir los brazos. Una palabra que hizo que me quedase congelado en el sitio,
y que subiera lentamente los brazos hacia mi propia cabeza. Palpé la máscara,
que no me había quitado desde la guerra, y palpé mi rostro detrás. Y, a ambos
lados, palpé…
Cuernos.
Recorrí su perfil curvo y lleno de surcos con los dedos.
Estaban allí, eran sólidos. Y supe que tenía razón. Porque no me había llamado
“héroe”, ni “veterano”. Me había dicho otra cosa.
Me había dicho: “Zarzai, eres un demonio”.