lunes, 31 de octubre de 2016

La Grieta

Mi mundo existe en el interior de una Grieta.

Sé que, para los mortales, acostumbrados a mapas tan extensos, llenos de flora, fauna y gentes tan variopintas, es complicado percibir la belleza de nuestra existencia.
Una vida entre la luz del cielo y la oscuridad del abismo. Como si una espada divina hubiera apuñalado la tierra, abriendo a su paso una herida sin fondo que era incapaz de curarse.
Las paredes rocosas se hundían en las profundidades negras del abismo, en un lugar del que nada ni nadie volvía, formando dos acantilados infinitos poblados de árboles que se alzaban buscando la luz. Árboles cuyas ramas llenaban el espacio intermedio, entrelazándose, buscando un abrazo que jamás llegaría a darse.

Mi pueblo vivía en esos árboles. En Brocken, la ciudad colgante. Danzábamos con gracia entre las ramas, usando los numerosos brazos que los Seres de Arriba nos habían dado para balancearnos sobre el insondable vacío. Nuestra vida, alimentándonos de los frutos que cultivábamos en los árboles, era sencilla.
Pero no era pacífica.
La culpa era de los Grisvar.
Así como nosotros nos balanceábamos en los árboles, entre los dos acantilados, en equilibrio entre la Luz de Arriba y la Oscuridad de Abajo, ellos no hacían tal cosa. Los Grisvar eran seres rocosos, toscos y primitivos, cuya vida giraba en torno a la piedra de los acantilados. Sus cuerpos carecían de nuestro don divino para deslizarnos por el aire, pero, a cambio, tenían una habilidad innata para trabajar la piedra. Su vida, por tanto, consistía en cavar, y así la desarrollaban.
Mientras los espectros de Brocken danzamos graciosamente en el vacío, desarrollando los dones de los dioses, los Grisvar de Kruengard abren agujeros, dándole formas a la piedra y abriendo sus fortalezas en el interior de las grutas junto a las raíces de nuestros árboles.

Durante un tiempo, en la antigüedad, nuestros pueblos vivieron en armonía. Los Grisvar de Kruengard trabajaban de la piedra, comían de la piedra, mientras nosotros, los Espectros de Brocken vivíamos entre los árboles, cultivando y alimentándonos de los frutos de éstos, concedidos gracias a la luz.
Nuestros pueblos conocían su lugar. Sabían que un Espectro no debía adentrarse en las oscuras mazmorras de los Grisvar, que su lugar estaba entre las ramas. Y sabían que un Grisvar debía de permanecer en las profundidades de su tierra; las ramas no podrían soportarlo.
Sin embargo, algo cambió. Algunos dicen que los Espectros quisimos aumentar nuestro territorio, erosionando los bordes del acantilado para aumentar nuestras fronteras, pero lo más probable es que fueran los Grisvar los que comenzaron con las hostilidades. Corrieron rumores de que querían cerrar la Grieta, terminando, por envidia, del equilibrio del que gozábamos los Espectros entre la Luz y el Abismo.

No sé con seguridad cómo comenzó. Lo que sé es que, cuando los Grisvar lanzaron una pedrada contra Brocken, nuestra nación extendió los brazos y marchó. Marchó hacia la guerra.

Yo estaba allí.

Era un recluta joven, pero de brazos largos y sinuosos, que se podían mover como una brisa de mañana o como un afilado vendaval, cuando todo comenzó. Junto a mis compañeros, me coloqué mi máscara de guerra y me dispuse a demostrarles a los Grisvar que nuestro viento podía erosionar hasta las piedras más duras.
No fue una escaramuza. No fue una confrontación.
Fue la Guerra.

Nuestra agilidad nos permitía evadir con facilidad las peligrosas pedradas de los Grisvar, pero, a cambio, nuestros portentosos brazos no eran de gran ayuda contra sus cuerpos, prácticamente irrompibles. No pasó ni un ciclo de luz desde mi llegada hasta que tuve claro que un Grisvar no tenía la misma consistencia que un fruto, o el tronco de un árbol.
Los Grisvar eran de piedra. Y eran despiadados.

Pronto perdí la cuenta de los compañeros abatidos por sus disparos, o aplastados por sus avalanchas. Dejé de mirar, impotente, mientras los Grisvar los arrastraban, contra su voluntad, hacia las profundidades de sus grutas. No sé cuántos compañeros perdí a merced de los monstruos de piedra, pero fueron al menos tantos como Grisvar cayeron por el abismo, o perecieron, víctimas de nuestros letales brazos.
Pronto dejaron de importarme las víctimas. Dejaron de importarme los muertos.

Y comenzaron a importarme los vivos. Comenzó a importarme aquel Grisvar con la guardia baja, vulnerable, más que el Espectro al que acababa de abatir bajo su mazo de piedra. Comenzó a importarme más sobrevivir a las emboscadas que capturar con vida al objetivo de nuestra misión.
Las muertes de mis compañeros, de mis amigos, no hacían más que acentuar mi motivación. Cuando perdí mi ojo por una pedrada recuerdo encabezar el ataque a un poblado minero Grisvar, dejando tras de mí un sendero de grava aplastada. Descubrí que se me daba muy bien aquello de la guerra.

Combatir y sobrevivir. Dos cualidades que me hicieron convertirme en un héroe. En un veterano de guerra, al que los nuevos reclutas miraban con admiración.
Avanzamos, por las grutas Grisvar, sinuosas y confusas, y, paso a paso, combate a combate, mi escuadrón se acercó a Kruengard. El final estaba cerca. Lo podía notar en mi ojo destrozado, lo podía notar en mis brazos. Pronto nuestro ejército asaltaría la fortaleza de los Grisvar de Kruengard. Pronto la amenaza terminaría.

Pero en aquel momento, todo volvió a cambiar.
Recuerdo verla al fondo de la caverna cuando ocurrió. Aquella inmensa fortaleza, con aspecto de geoda, llena de edificios brillantes que surgían del suelo y de las paredes. Hermosos, sí, pero también frágiles. No sería difícil hacerlos añicos. Pero, sin embargo, no podíamos. Los negociadores de ambos bandos habían llegado a un acuerdo. Se había firmado la paz.

Paz. La paz es una palabra envenenada. La paz habla de tranquilidad, de victoria. Todos celebran la paz. Todos se alegran de que ésta exista.
Pero nadie se pregunta por qué llega. Nadie se pregunta qué hubo antes para que hubiera paz. Por definición, antes de que haya paz. Siempre hay guerra. Y, para aquella paz, también había habido una guerra. Una guerra en la que mis padres, mis amigos y mis conocidos habían muerto. Una guerra que estábamos a punto de ganar. Las tropas habían diezmado la población Grisvar, habían cercado su capital. Kruengard estaba en la punta de nuestros dedos. Podríamos rodearla con sólo alzar los brazos. Podríamos hacer que las muertes de nuestros camaradas fueran para algo.
Pero no pudo ser. Había paz. La guerra había durado demasiado, al parecer. Nuestros pueblos habían sangrado ya demasiado y perdido demasiada gente. Y firmamos la paz.

Una paz que había convertido en un sinsentido el sacrificio de nuestros compañeros. Una paz que había echado al abismo todos nuestros esfuerzos. Todos nuestros camaradas que habían sido arrastrados a las profundidades de la tierra por los Grisvar no verían sus deseos cumplidos. Todos los amigos y familiares víctimas de pedradas habían perdido la ocasión para recibir justicia.

Paz. Esa palabra que podría suponer que nos sentamos en el trono de Kruengard, que la arrasamos hasta los cimientos para recordarles a los Grisvar nuestra posición de vencedores, pero que en cambio banaliza nuestros sacrificios y los de nuestros compañeros. No podía soportar que hubiéramos llegado tan cerca de Kruengard, pero no nos hubieran dejado hacer aquello para lo que habíamos ido.
Sin embargo, yo debía de ser el único que se sentía así. El único que pensaba que aquella paz no era más que un último intento de los Grisvar de librarse de su destino bien merecido. Los otros soldados celebraron, alzando sus brazos y quitándose las máscaras de guerra para lanzarlas al abismo, como símbolo de buena voluntad.

Pero yo no podía hacerlo. No podía estar en paz. Había perdido demasiados amigos, había perdido mi ojo. Había hecho demasiados sacrificios. Y eran incapaces de darse cuenta.
Intenté explicárselo, hacerles entrar en razón. No podían dejar pasar aquella oportunidad para acabar con los Grisvar. Pero me echaron a un lado como si fuera un perro que ya ha vivido demasiado y sólo está buscando las sobras de la mesa del señor. Durante la guerra había sido un héroe, pero ahora, en tiempos de paz, no eran más que un estorbo.

Paz. Esa palabra que hace que guerreros letales como el viento afilado de los ciclos de invierno se convierta en una brisa de media tarde. Todos querían la paz. ¿Cómo no iban a quererla? Mis compañeros habían sido sustituidos por reclutas nuevos y jóvenes, provenientes de otras épocas, y los altos mandos habían pasado a manos de jóvenes Espectros que no conocían el huracán ni el vendaval. Claro que querían la paz.
No habían conocido el sacrificio de sus seres queridos, la muerte de amigos y familiares a manos de los Grisvar. No habían visto la batalla moldear sus afilados brazos, ni adiestrar su ojo para detectar pedradas a grandes distancias y calcular su trayectoria.

Claro que querían la paz. Porque ellos no sabían lo que era la guerra. Y, por eso, nunca entenderían mi sufrimiento. Y nunca podrían hacerle justicia.
Yo era el único que podía.

Y la envidia comenzó a echar raíces en mi interior. Envidia por aquellos jóvenes que vivían en una época en la que no tenían que combatir, en la que no tenían que ver a sus amigos morir ante ellos, en sus propios brazos. Aquellos jóvenes que ya habían olvidado por qué luchar. Habían olvidado lo que significaba honrar un sacrificio. Y, así, habían olvidado los sacrificios hechos para llevarlos hasta allí.
Y entonces lo entendí. En realidad, seguía en guerra. Seguía luchando, pero ésta vez los Grisvar ya no eran mi enemigo. Esta vez, mi enemigo era la Paz. La paz que había convertido las rutas por las que habíamos conquistado la gruta de los Grisvar en rutas de comercio. La paz que había hecho desaparecer los sacrificios de mis amigos, de mis compañeros y de mi ojo, que había hecho desaparecer mi sufrimiento.
Tenía que luchar contra ella. Tenía que acabar lo que habíamos empezado contra los Grisvar. Y, si quería que Brocken me apoyase de nuevo, tenía que hacerles sentir lo mismo que sentía yo.
Sin embargo, mi plan resultó contraproducente. Junto al comercio, los Grisvar y los Espectros intercambiaban información, y no tardaron en descubrir que el ataque terrorista Grisvar no había sido más que una maniobra interna. Pero lo que importaba era que estaba volviendo a ocurrir. Los Espectros, aunque contra mí, volvían a levantarse por sus compañeros caídos. Volvían a compartir mi sufrimiento.

Cuando la guardia vino a por mí, no fue difícil librarme de ellos, pero algo había cambiado, con una determinación renovada. Combatiendo a los nuevos Espectros, combatía aquel sopor que cubría los árboles de Brocken como si fuera la tela de una araña mental. Ya no era un “héroe de guerra”, sino un “violento veterano con inestabilidad mental”. Aunque tal vez estuvieran relacionados. Claro que tenía problemas. Mi problema era que mis compañeros, mis amigos y mi propio ojo me pedían venganza. Me pedían mantener vivo su sufrimiento y su sacrificio.

Y yo le estaba dando cumplimiento.
Fueron ciclos salvajes, aquellos. Deslizarse sigilosamente entre las ramas, al borde del abismo, preguntándote si serían suficientemente pesadas como para mantener tu peso. Emboscando a Espectros más jóvenes. Aquellos días me recordaron mucho a la guerra.

Pero acabaron.
Recuerdo que aquel día llovía, desde la Luz. Finalmente, un escuadrón del ejército me había acorralado. Tenía gracia; era un escuadrón muy similar al mío. El líder, en cabeza y frente a mí, tenía una máscara de guerra muy similar a la mía, aunque aún tenía los dos ojos.

Con los brazos extendidos, tendieron una red en torno a mí, preparados para darme batalla si me resistía. Pero antes, el líder avanzó, e intentó convencerme para que me entregara.
Y entonces dijo aquella palabra. No fue “héroe”. No fue “veterano de guerra”. Fue otra palabra muy distinta. Una palabra que hace sacudir los brazos. Una palabra que hizo que me quedase congelado en el sitio, y que subiera lentamente los brazos hacia mi propia cabeza. Palpé la máscara, que no me había quitado desde la guerra, y palpé mi rostro detrás. Y, a ambos lados, palpé…
Cuernos.
Recorrí su perfil curvo y lleno de surcos con los dedos. Estaban allí, eran sólidos. Y supe que tenía razón. Porque no me había llamado “héroe”, ni “veterano”. Me había dicho otra cosa.
Me había dicho: Zarzai, eres un demonio.


Cartas a una madre

Aunque la casa era grande, la mayor parte de ella estaba vacía, y sumida en la oscuridad. Sólo había una luz que desafiaba la penumbra.

-        Cómete la cena. – Se oyó, a media voz. El ruido de cubiertos y platos de la cocina que servía como comedor parecía ser ahogado por el silencio de una gran casa vacía.
-        No, no quiero. – Replicó una voz infantil, fastidiada. – Este pescado me da asco, no la quiero.
-        No me importa si te da asco. – Replicó la voz de hombre, sin responder al desafío implícito de la pequeña. – Todos tenemos que hacer cosas que nos dan asco. Esto es lo que tienes que comer, y si no lo haces ahora, lo desayunarás mañana. ¿Te ha quedado claro, niña?
Durante un momento, creyó que ella iba a retarle aún más, pero, tras un instante de silencio, se oyó su voz, resignada. Como tantas otras veces.
-        Sí…
-        Sí, “padre”. – La corrigió él.
-        Sí, “padre”. – Repitió ella, como un loro y con un deje de burla por el ridículo tratamiento que su padre quería imponerle.

-        Bien. – El padre no parecía haberse dado cuenta de la burla implícita de las palabras de ella, o más bien parecía ignorarlas deliberadamente. – Voy a volver al sótano, tengo trabajo. Cuando acabes, friega todo esto.

Cuando acabes, friega todo esto”. Fueron las últimas palabras que cruzaron padre e hija. Desde debajo de la tela, se pudo oír las protestas entre dientes de la pequeña, ya sola, junto al sonido del grifo mientras fregaba los platos. Un sonido solitario para una persona solitaria en una casa solitaria.
Una casa solitaria, vacía y triste, silenciosa como un cementerio, en la que la televisión resonó durante unos minutos, hasta que la pequeña se cansó, como se cansaba siempre, y se fue a su habitación.

La habitación, como el resto de la casa, era demasiado grande y suntuosa y estaba demasiado vacía. Ann encendió la luz, y pasó, pateando la gruesa cama con faldones, en dirección al escritorio, donde había un diario. ¿De verdad lo había dejado fuera? Durante un momento, se asustó, pensando que tal vez alguien podría ir entre sus cosas, pero no duró más de unos minutos. ¿Quién podría querer ir entre sus cosas, las cosas de una perdedora?
Miró lo que había escrito aquella tarde, después del colegio. “Querida mamá”, empezaba. Apenas habían pasado unas horas y ya le parecía una tontería. Escribirle una carta a su madre sobre los chicos que se reían de ella porque no tenía madre, menuda ironía.
Anna Salazar (por @Rioco_)


Miró el diario, sintiendo lástima de sí misma. Que si había niños que se reían y que le decían que su madre no le quería, que si se había vuelto a golpear con ellos, que si había sido un día aburrido… Que la casa estaba muy vacía sin ella, que quería que vieran juntas la nueva película de superhéroes, que seguro que le habría gustado la cena que se había preparado para sí misma ayer…

Ahogó un sollozo y arrancó la página del diario. Tonterías. No podía escribirle a su madre, porque ella no tenía madre. No tenía madre ni padre. No tenía a nadie, estaba sola en aquella casa tan grande, vacía y silenciosa. Sólo tenía a Ladón, su dragón de peluche. Tomándolo en brazos, se acostó y apagó la luz, deseándose buenas noches a sí misma, y su respiración no tardó mucho en ralentizarse.

Estaba dormida.

Entonces fue cuando la criatura rodó para salir de debajo de la cama. Pálida y demacrada, parecía más bien un esqueleto con piel o un muñeco mal hecho, calva y con aspecto emaciado. Con movimientos bruscos, antinaturales, se levantó, como si fuera un títere en manos de un titiritero novato, irguiéndose junto a la cama de la inocente pequeña, que, en su sueño, nada sospechaba.
La criatura sonrió, estirando la comisura de los labios para dejar ver sus dientes, afilados como agujas, y alargó la mano, exteriorizando cinco espinas de casi diez centímetros de largo debajo de cada una de sus uñas. Y miró a la pequeña, con aquellos ojos hundidos en sus órbitas, llenos de oscuridad y hambre de carne fresca.

Aquella pequeña rubia sí que era carne fresca. El peluche que agarraba con fuerza mostraba que aún no había abandonado del todo la inocencia infantil, pero las lágrimas en sus mejillas revelaban su tristeza y la dureza de sus condiciones.
Sin amigos con los que verse en clase, sin una madre que la fuera a despertar, sin un padre que se preocupara por ella. La víctima perfecta. Nadie la buscaría, si desapareciera.

La criatura se cernió sobre ella, extendiendo sus garras, que brillaron en la penumbra cual navajas de afeitar y habían visto desvanecerse la vida de muchas personas, y se inclinó, relamiéndose. Si la pequeña se hubiera despertado, ¿Qué habría hecho? ¿Habría gritado por una ayuda que sabía que no iba a llegar? ¿Habría intentado huir? ¿Defenderse?

Pero nunca sabremos qué es lo que habría hecho, porque no llegó a despertarse, y la aterradora criatura fue libre para bajar su zarpa sobre la pequeña, deslizándola sobre su cuerpo… Y, retrayendo las garras de vuelta al interior de los dedos, le limpió las lágrimas con infinito cuidado.

Soledad, dolor, abandono… La cadavérica criatura sabía muy bien qué era todo aquello que sentía la pequeña. Porque tal vez ella fuera un monstruo asesino sediento de sangre, y la otra una pequeña abrazada a un peluche, pero, en el fondo, eran iguales. Seres que habían sido rechazados por sus creadores, por la sociedad, y que, a pesar de vivir junto a ésta, no podían sino mirarlo, tratando de entender la razón por la cual existían en un mundo que no parecía necesitarlas.

La criatura acarició con una yema fría como un cadáver la mejilla de la pequeña, y ésta se removió en sueños, haciendo que se retirase. Pisó un papel, haciendo ruido por primera vez desde que había aparecido. Al recogerlo, con la mano sin garras, se dio cuenta de que era el diario de la pequeña, o más bien, lo que quedaba de él.

… No sé dónde estás, mamá”, decía, “o por qué no escribes, pero estoy segura que es porque estás trabajando mucho para ayudar a la gente” Leyó la criatura. “Sé que estás muy ocupada, pero me pregunto si no me podrías mandar algo muy guay, algo para enseñarles a esos niños tan malos y que me dejen por fin en paz”.

La criatura abrió la ventana, inhalando el fresco aire nocturno tras mirar por última vez a la pequeña durmiente. Aquella era una buena noche, pensó… Tenía muchos niños a los que asustar. Y salió por la ventana, tras cortar de la página la última parte. Aquella noche la luna no brillaba en el cielo, y las criaturas como ella podían moverse a placer. Una noche de muerte, una noche de terror.
Antes de salir saboreó por última vez el olor de la pequeña, y aquellas palabras que había recortado y se había guardado cuidadosamente en un bolsillo de su ropa vieja. Las últimas palabras de la niña, que, probablemente, eran las palabras más importantes de toda la página.

Te quiere,

Anna

Juegos infantiles

Siempre era igual.
-    Te estoy diciendo que el pentáculo no es así.
-    Y yo te digo que sí. Y provengo de un largo linaje de brujas, así que, créeme, sé de lo que hablo. – Dijo la muchacha de melena castaña, con los brazos en jarras.
-    Tú puedes provenir de donde quieras, Rioco… - Replicó el chico. - ¡Pero yo soy el que tiene el libro que describe el ritual de invocación! Y dice que tienes que colocar la estrella con la punta hacia arriba. Estamos intentando contactar con el más allá, después de todo… Creo que es obvio.
-    ¡Pero yo te digo que no es así! – Replicó ella. - ¡Siempre que quieres hacer magia mala, tienes que hacer un pentagrama invertido!

El chico de ojos rasgados, Keith, suspiró exasperado. Sabía que pasaría eso desde el principio, cuando Rioco le hizo ayudarlas con aquel ritual arcano. Él había intentado negarse, por supuesto, pero, como de costumbre, Rioco había hecho oídos sordos a sus palabras y lo había arrastrado con ellas, no sin antes dejar que el chico se hiciera con una guía de rituales mágicos. Ambos sabían que iba a acabar ocurriendo, antes o después.
Primero, porque Keith sabía que, si su impulsiva amiga se metía en algo tan peligroso como una invocación extraplanar por su cuenta, corría el riesgo de equivocarse – como de hecho estaba ocurriendo – y acabar despertando fuerzas indeseadas. Y era un riesgo que no quería correr, no sólo por Rioco – a fin de cuentas, pensaba, ella misma lo estaba buscando – si no por su amiga pelirroja, Kanae, que seguía a todos los lados a Rioco y se veía envuelta en sus gamberradas habituales. Keith sabía que Kanae, aunque bienintencionada, no era capaz de oponerse a la muchacha castaña.
Y, en segundo lugar, aunque nunca lo admitiría delante de Rioco, era porque, en el fondo, Keith compartía con su amiga el entusiasmo por el ocultismo y aquellos tipos particulares de magia. Y, si Rioco se proponía invocar un demonio menor en el sótano, Keith estaba más que dispuesto a participar, aunque se hiciera de rogar sólo para mantener una fachada que ambos sabían que no era más que eso.

Pero allí estaban: antes de ver al espíritu del Más Allá, aún tenían que superar sus diferencias de conceptos, entre Rioco que decía que la estrella invertida era como una cabeza de macho cabrío – y lo correlacionaba de alguna manera con invocar un demonio menor – y Keith, que argumentaba que la quinta punta representaba al espíritu, que en aquella invocación era lo dominante.
-    Tú estás hablando de magia negra. – Le explicó a Rioco. – Es un error muy común, se pone invertida porque la gente que la hace busca beneficio material, por eso pone las cuatro puntas que representan los elementos por encima de la que representa el alma.
La discusión podría haber durado mucho más, pero Kanae, pelirroja y también de ojos rasgados, estaba al otro lado del círculo que habían pintado en el suelo. - ¡Eh, desde aquí parece que está invertido! – Dijo, y Rioco volvió la cabeza como un ciervo iluminado por un coche. – Creo que lo de que esté hacia arriba o hacia abajo sólo depende de dónde se ponga uno… - Añadió Kanae, con una sonrisa.
-    Sí… - Keith miró el círculo. Podría haber argumentado que no era tan fácil, que dependía de más factores – y el libro explicaba esos factores – pero sabía que en realidad Kanae intentaba aligerar el proceso. – Tienes razón, Kanae. ¿Estás contenta ya? – Se volvió hacia Rioco, que asintió, triunfante.
-    Sigue leyendo, Keithy…
-    Muy bien, a ver… “Una vez marcado el círculo de invocación básico, hay que comenzar a añadir los accesorios”. – Leyó, a la tenue luz de la única bombilla eléctrica del sótano, mientras Kanae volvía a su lado del círculo. – “Por ejemplo, uno de los más populares es repasar el dibujo con una línea de sal, cuyas propiedades protectoras están descritas en el capítulo…”
-    Sí, sí, bla, bla, bla… - Cortó Rioco, aburrida. – Pasa de todo eso, vete a lo importante… ¿Qué tenemos que poner en cada punta?

Keith la miró, sin poder creerse aún que Rioco hubiera durado viva y entera hasta aquel punto con aquel desdén total por la seguridad. – Pero Rioco, lo que vamos a hacer es muy peligroso. Aunque sea un demonio menor y esté limitado al círculo, no sabemos cuál será el alcance de sus poderes. Deberíamos tener un mínimo de seguridad.

-    Ya tenemos un mínimo de seguridad, tonto. – Replicó ella. - ¿Recuerdas esa parte en la que Kanae tiene esos brazos demoníacos tan pro? Si nos intenta hacer daño ese diablillo, ¡Ella lo fileteará y lo servirá en su salsa! – Se imaginó la escena. – Mmm, filete demoníaco… ¿A qué creéis que sabrá? ¿A pollo?
-    Bueno, tradicionalmente los gallos negros han sido un cebo muy común en los rituales demoníacos… - Especuló Keith. – Y de lo que se come se cría, así que a lo mejor. Pero eso no es lo importante. – Miró a Kanae, preocupado. - ¿Estás segura de que podrías hacerlo, Kanae?
-    Eh… - Ella vaciló. Con el tiempo, Keith había logrado que la muchacha pelirroja confiase en él casi tanto como en Rioco. Kanae la miró fugazmente antes de contestar. – No-no lo sé… Esto no me gusta, ¿Y si algo sale mal?

Rioco la tomó de los hombros. – Estará bien, ¿de acuerdo, Kanae? – Le dijo, con una sonrisa mucho más sincera y reconfortante que las anteriores. – Estoy aquí, Kanae. Si algo sale mal, estoy aquí. Y te prometo que no será como cuando nos conocimos. No dejaré que ningún demonio, sea quien sea, te vuelva a hacer daño nunca más. Y sé que tú harás lo mismo.
Y le dio un beso rápido en los labios para motivarla, haciendo que el rostro de Kanae se pusiera tan rojo como su cabello y se tensara. Cuando se separó, Rioco se rió y se volvió hacia Keith, que había desviado la mirada, cohibido por la repentina muestra de cariño.
-    Vamos, sigue leyendo. – Le dijo, riéndose. - ¿O tú también quieres otro beso? ¡Que soy capaz!
-    ¿Eh? – Keith se sonrojó también y retrocedió. - ¡No hace falta! S-sólo estaba pensando en qué paso seguir ahora…
-    Tranquilo, bobo. – Siguió riéndose la muchacha. – Si te beso seguro que me toca sujetar a mí ese libraco tan gordo… Además, te necesito para traducir esa letra tan terrible.

Después del beso, Kanae no pondría obstáculos a básicamente nada que dijera Rioco, y Keith, en el fondo, no necesitaba ningún incentivo para realizar magia avanzada, así que continuaron con el ritual de invocación, escribiendo en sendas hojas de cuaderno – Que había traído Keith, el más previsor, o, mejor dicho, el único previsor del grupo – los glifos necesarios para las ofrendas del círculo. A la hora de aportar el cabello para atar a la criatura a alguien, Rioco se cortó un mechón castaño, ya que era la que más fácilmente podía ocultarlo, y Kanae también aportó algunos cabellos rojos, que usaron para atar el mechón. Keith se echó atrás cuando le llegó el turno, y argumentó que, cuanta más gente intentase dominarlo, menor sería el dominio sobre el demonio y más peligroso sería.
No le parecía buena idea revelarles que no confiaba en sí mismo a la hora de controlar un demonio. Había leído lo que uno podía hacer con uno de esos, lo que uno podía lograr. Venganza, éxito… No, no se sentía cómodo con el poder que podía otorgarle lo que quiera que invocase. La forma más fácil de no caer en la tentación es no exponerse a ella.

Y, finalmente, llegó el momento. El espinazo de un pescado con el que Rioco llevaba toda la semana pegando cómicamente a Keith, un cuenco de nébeda, una planta medicinal que el chico había robado al boticario, un ovillo de hilo rojo, ya que por esta vez Kanae había decidido hacer los detalles de su vestido en rosa… Las ofrendas que habían encontrado asociadas con aquel demonio eran cada cual más extraña, pero, al tiempo, todas tenían sentido, como había visto Keith tras pensarlo un poco. Las colocaron, cada una en el lugar apropiado, y también cercaron el pentágono central con velas negras, que al encenderse emitieron un olor agradable.

Keith pronunció las palabras mágicas del libro, escritas en egipcio demótico – que se había encargado de traducir aparte, en la biblioteca – y esperaron, ante el círculo de invocación. Keith miraba fijamente el humo de las velas, buscando cambios en su verticalidad – había leído en un artículo que eran una de las evidencias más tempranas de la presencia de cualquier demonio – mientras que Kanae se aferraba al brazo de Rioco, temerosa, mientras ésta cruzaba los dedos de ambas manos, pidiendo para sus adentros “que sea un triángulo, que sea un triángulo” una y otra vez.

La bombilla parpadeó, con una repentina sobrecarga de tensión seguida de un corto apagón. Los chicos se miraron. Un parpadeo, sonido de electricidad, el crujir de la madera… Y luego, nada. Todo volvió a la normalidad. Los tres se mantuvieron a la espera unos minutos, en silencio, y luego se miraron, pero el momento había pasado. El ambiente volvió a la normalidad, y volvieron a estar los tres encerrados en el sótano la noche de Halloween.

-    Te dije que la estrella era al revés. – Rioco fue la primera que rompió el silencio. – No me haces caso, y pasa lo que pasa, Keithy.
-    No, esto no tiene sentido… - Dijo él, ignorándola y mirando en el libro, pasando páginas hacia delante y hacia atrás. – Hemos hecho todo como decía aquí.
-    ¡Pero lo hemos hecho al revés! – Repitió Rioco. - ¡Teníamos que haber hecho lo que dijo Kanae, ponernos allí! Ahora mira todo el tiempo que hemos perdido… ¡Halloween va a pasar y ni siquiera hemos sido capaces de invocar nada!
-    Rioco, estamos en la posición correcta. – Replicó Keith. – Como ya te dije, tu experiencia colándote en rituales de magia utilitarista sin entender la teoría detrás de la práctica no sirve de nada. ¡Míralo! – Le dijo, enseñándole las páginas amarillentas con textos y dibujos antiguos. - ¡Lo hemos hecho todo bien! No sé qué ha podido pasar… Ah, espera, ya lo sé. ¿Recuerdas esa parte en la que te dije bien claro que nada de susurrar ni murmurar cuando yo pronunciaba el hechizo? A lo mejor si no hubieras hecho esas dos cosas, habría salido.
-    No es mi culpa que tengas una concentración de cristal. – Replicó ella, con los brazos en jarras. – Yo sí que tengo mala concentración, y no es la primera vez que invoco algo. Y estoy segura que estamos en el lado equivocado.
-    Muy bien. – Keith entrecerró los ojos, fastidiado. – Si tanto sabes de magia y brujería que no me necesitas para nada, ¿qué te parece si coges tú el libro y vas leyendo la guía? – Se lo plantó delante.
-    Eh… - Interrumpió Kanae, tocando el hombro de Rioco. - … ¿Chicos?
Keith y Rioco volvieron la mirada al círculo, de donde la habían apartado al discutir, y se dieron cuenta de que el humo de las velas se había curvado de forma antinatural, uniéndose en el centro formando una pirámide que desembocaba en una columna mucho más gruesa. – ¿Eso debería de preocuparnos?

-    Vaya… - Keith se colocó el grimorio bajo el brazo, mirando asombrado. – Lo conseguimos.
Al final, sí que lo habían hecho bien. Aquello era un signo inequívoco.
La temperatura del sótano bajó cinco grados de golpe, provocándoles un escalofrío, y el humo de las velas se inclinó aún más, formando una espiral que surgía de las cinco velas negras y se unía en el centro.

Un lamento que parecía provenir de otro mundo y contener más angustia de la que la mente humana era capaz de asimilar atravesó la estancia, haciéndoles retroceder. El interior del círculo se llenó de humo, que se acumuló, oscureciéndose paulatinamente y formando una sombra en el centro.
Allí había algo, pensaron los tres a la vez. Keith y Rioco se miraron, y él asintió.

Rioco, la líder indiscutible del grupo, avanzó con autoridad hasta el borde del círculo, con los brazos en jarra, cerniéndose sobre el demonio sabiendo que tendía detrás el respaldo de sus amigos. A un lado, Kanae, con sus afilados brazos demoníacos, y al otro, Keith, que ya había encontrado en el libro un hechizo exorcista y estaba dispuesto a usarlo al mínimo peligro.
-         ¡Muéstrate! – Le ordenó a la criatura extraplanar, y todo el humo de las velas pareció concentrarse en ella, apagándolas y formando una bola alrededor del pequeño cuerpo del demonio. Entonces, el humo se disipó de golpe, y el gran gato negro de dos colas que había delante de Rioco se estiró, abriendo el ojo gigante que sustituía a su cara para mirarla fijamente.
-         ¡Sí! – Rioco dio un brinco de alegría. - ¡Lo hemos conseguido! ¡Gracias, chicos, os quiero! – Los abrazó por el cuello, a los dos a la vez. – Por fin podré enseñarle a mi hermana Iris que sí que puedo hacerme cargo de una mascota… ¡Y lo haré a lo grande!