martes, 27 de diciembre de 2016

The Bus Stop

Hay veces que nadie sabe qué ocurre. Tal vez fueran sus ojos rasgados, o su pelo rojo. O tal vez fuera que las otras niñas de clase simplemente no podían tragarla. Su madre decía que tenían envidia y que la solución era ignorarlas, pero Kanae no podía hacer tal cosa.
Sí, lo había intentado, pero con el tiempo, las risas y las bromas pesadas habían alcanzado un punto crítico, y, aunque la pequeña tenía mucho aguante, todo el mundo tiene un punto de rotura.
Kanae lo había alcanzado cuando encontró pintadas en la fachada de su casa. Seguramente sería cosa de Lindsay, que tenía un amigo mayor que hacía grafitis (todo el mundo lo sabía). O tal vez hubiera sido la propia Lindsay, o tal vez… No, no importaba. Pero si había algo por lo que Kanae no quería pasar, algo por lo que no pensaba pasar, era que su familia se viera envuelta en ello.
Así que llegó a casa, se puso su máscara de una sonrisa, respondió con un “bien” a las preguntas de su madre, se portó bien en la comida – como le habían enseñado, ya que Kanae siempre procuraba hacer lo que le habían enseñado -, y acto seguido se fue a su habitación y comenzó a vaciar la mochila.
Se lo había dicho a los profesores, como le habían enseñado, pero éstos no le habían ofrecido mucha ayuda; “son cosas de niños”, le decían; “ya crecerán”. El señor Brown, el orientador, sí había reunido a los principales hostigadores de la niña y les había echado una buena bronca. Pero, si pensaba que aquello iba a disminuir los problemas de la pequeña, se equivocaba: Los niños se lo tomaron como algo personal – como si antes no fuera lo suficientemente personal para Kanae – y ahora todas las miradas que le dirigían a Kanae, todas las notitas anónimas que pasaban de mano en mano en clase, todas las bolitas disparadas por bolígrafos huecos estaban envenenadas.
Su madre, de quien había heredado los ojos y el color del cabello, era la que le había dado el consejo más útil hasta el momento: Si no te caen bien, la forma más fácil de evitarlos es separarte de ellos.
Y eso es lo que hacía, cada vez más, evitando las interferencias de los niños que pretendían reírse a su costa hasta que se dio cuenta de que el peligro había llegado hasta casa.
Y entonces, tomó el siguiente paso lógico: Vació la mochila, la llenó de ropa, y salió, sin más, por la puerta principal, sin saber a dónde se dirigía pero teniendo muy claro que no podía dejar que aquellos niños tan horribles les hicieran daño a sus padres.
Así es cómo había acabado la pequeña en la parada de autobús, determinada a, con el poco dinero que tenía – se había llevado la hucha en la que metía las propinas y el dinero de los cumpleaños – llegar lo más lejos posible. A algún lugar donde los otros niños dejaran de molestarla.
El único problema… es que no estaba sola. Junto a ella, o más concretamente al otro lado de la parada, había una chica que no parecía mucho mayor que ella, con melena castaña, camiseta de tirantes, pantalones cortos y una mochila llena de dibujos que no parecían guardar relación. También tenía unos cascos alrededor de las orejas, y debían estar funcionando, porque la chica se movía al son de una música que sólo ella podía oír, tocando un teclado invisible ante ella y murmurando unas palabras apenas audibles.
-          Let me see what spring is like… Juupiter and Mars…
Kanae sintió el impulso de seguir la letra, ya que no le era desconocida, pero se abstuvo, y poco después el autobús llegó y Kanae se subió en silencio, dejando a la chica danzante en la parada. No sabía lo que le depararía el futuro ni dónde acabaría, pero lo que sí sabía era que, tarde o temprano, el bus se detendría en la estación, y que de ahí saldrían buses para lugares más lejanos. Sitios donde seguro que no la molestarían, y donde seguro que ella no podría hacer que molestasen a sus padres.
Kanae se sentó en un asiento vacío, viendo por la ventana la parada vacía que había abandonado, mientras el vehículo volvía a ponerse en marcha. Suspiró, sintiéndose muy triste. Pero no pudo sentirse muy triste mucho tiempo.
- ¿Está libre? – Kanae se volvió, encontrándose a la chica de la parada, que llevaba la mochila de un solo hombro y los cascos a medio quitar, como si se hubiera dado cuenta de que ese era el bus que tenía que tomar. – Ah, pero qué digo… - Rió ante su propia pregunta. – ¡Claro que está libre, te acabas de subir igual que yo! ¿Te importa si me siento?
Al parecer, Kanae no tenía mucho margen de elección, y la desconocida se sentó junto a ella mientras el bus bajaba por la colina en dirección al centro. – Le he dicho a mi hermana que sí que podía ir sola a la convención, pero seguro que si voy con alguien no me olvido de bajarme.
Satisfecha con su explicación, la desconocida se pegó al respaldo del asiento e inspiró, como para tranquilizarse, mientras Kanae se preguntaba que a qué convención se refería. La chica pareció darse cuenta.
- Porque vas a la convención, ¿no? Incluso llevas el cosplay ahí guardado, venga… – Apuntó a la mochila de Kanae, de la que sobresalía una manga de camisa. ¿Por qué Kanae había metido una camisa en la mochila, aparte de porque le gustaban las camisas? Nunca lo sabría. – Yo siempre quise hacer cosplay, de Sonyr-tan o algo así, aunque mi hermana no dejaba de decirme que era muy caro… - Kanae no tenía ni idea de qué o quién era Sonyr y de por qué le pondrían un sufijo, aunque conocía el programa de edición de sonido. – Y cuando le digo de hacerlo yo, siempre me dice que nunca lo termino. Lo cual es verdad, pero… Ah, por cierto. – Pareció caer en la cuenta. – Me llamo Rioco… ¿Y tú?
Kanae miró a aquella chica tan rara, que había aparecido de la nada. ¿Sería así con todo el mundo? ¿Le funcionaría con alguien? Kanae pensó que no tenía nada que perder, así que le dijo su nombre. Rioco, la niña rara, lo repitió, para asegurarse de que lo decía bien, y volvió a mirar la mochila, revisando las numerosas chapas que tenía entre las abrazaderas y los bolsos para asegurarse de que estuvieran bien alineadas.
Kanae, por su parte, pensó en cómo una persona normal actuaría cuando una desconocida tan acelerada como Rioco se les acercaba como si les conociera de toda la vida. Seguramente lo normal sería decirle que se tranquilizase y hacerle ver su propia excentricidad. Kanae estuvo a punto de hacer un comentario, pero cuando abrió la boca se dio cuenta.
Aquello era precisamente lo que ocurría con ella. Volvió a mirar a Rioco, que ahora quitaba pelusas del asiento anterior, y pensó que no había nada malo en ella. Era una chica normal, y su pelo y sus ojos castaños no eran, ni de lejos, tan llamativos como el conjunto de colores de Kanae. A ojos de los demás, Rioco era lo que se podría decir, “normal”. Y sin embargo ella estaba a punto de llamarla “rara”, sólo porque había sido amigable con ella.
Kanae tragó saliva y se lo pensó mejor.
- ¿Eso que estabas escuchando era…?
- ¡El ending de la mejor serie de todos los tiempos! – Contestó Rioco, tocándose los cascos. - ¡El mensajero del Tercer Apocalipsis! ¡Con robots, monstruos gigantes, drama adolescente…! ¡Y más robots!
- Ah… - Una vez más, Kanae se sintió echada para atrás por la efusividad de Rioco. – Yo la he dado en clase de piano…
- ¡Vaya! ¿Sabes tocarla? Eso mola aún más, Kanae. – Le sonrió Rioco. – Era Kanae, ¿verdad?
La niña asintió, pensando que era un milagro que Rioco hubiera llegado a la parada si era así de costumbre. Una vez más, pareció leerle el pensamiento. – Lo siento, es que hoy estoy muy emocionada… ¿Te quieres creer que al salir de casa casi me llevo el uniforme del colegio? Habría quedado muy rara en la convención… Aunque sé de uno al que sí le habría gustado… Aunque lo niegue. En fin… Lo siento si estoy un poco emocionada… Llevo esperando esta convención durante todo el año. ¡Dicen que el doctor Salazar por fin ha conseguido crear un androide con Inteligencia Artificial de verdad, y que lo va a presentar en la convención! No llevo entrada, pero, a lo mejor, consigo colarme para verlo… ¿Te apuntas?
¿Un androide con Inteligencia Artificial? Sí, Kanae sabía que la robótica había avanzado mucho, aunque obviamente no sabía nada de androides más allá de los documentales que ponía su padre siempre después de comer y que, más bien, usaban para bajar la comida en el sofá.
Aquello le hizo sentir a Kanae una punzada, pensando que ya no podría sentarse con ellos después de comer y poner cualquier cosa en la tele.
- Estaba pensando… - Decía Rioco. – Tus padres deben confiar mucho en ti, ¿no? Para dejarte venir sola a la conven…
- Bueno… - Kanae, que había sentido otra punzada de arrepentimiento una vez la pasión de Rioco iba diluyendo su determinación, evitó la pregunta. - ¿Y los tuyos?
- Mi hermana… Bueno, la verdad… - Rioco se inclinó hacia Kanae, como si le contase un secreto. – Mi hermana no sabe que vengo… Ella cree que sigo castigada en mi habitación, donde me dejó. ¡Ja!
Kanae miró por la ventana otra vez, pensativa. Una niña se escapa de casa porque no quiere causarles problemas a sus padres. Otra niña se escapa de casa para ir a una convención. Kanae miró a Rioco, que parecía no tener ninguna preocupación en el mundo. Lo único que esperaba era ir a la convención, a ver la presentación de un robot superpro o a la exposición de la película de su anime favorito. Y en cambio, ella… ¿Qué esperaba ella?
Suspiró. Iría a la estación, se subiría a un autobús de larga distancia, y entonces… ¿Qué? ¿Qué pasaría entonces? Igual que la hermana de Rioco se preocuparía cuando viera que ésta había escapado, sus padres se preocuparían cuando no vieran a Kanae. Sintió las lágrimas acumularse en los ojos, sin saber qué hacer, y miró a la ventana para no preocupar a la otra niña.
Sin embargo, sintió la mano de ésta en el brazo.
- Ea, ea… - Le decía suavemente, probablemente sin saber qué más decir. Pero tampoco era necesario que dijera más. Estaba allí, con su entusiasmo y su locuacidad. Y estar allí, con alguien, era en aquel momento lo que necesitaba Kanae. Dejar de estar sola, con sus terribles ideas y sus autobuses a larga distancia.
- La verdad… - Admitió, sorbiendo los mocos que habían estado a punto de salir. – Es que yo también me he escapado. Y-y seguro que se preocupan…
- Vale, vale… - Kanae volvió a mirar, encontrándose con una sonrisa radiante de Rioco.
- ¡Tengo una idea! – Dijo. - ¿Qué te parece si, en cuanto lleguemos, las dos llamamos a casa? Si estoy con alguien, seguro que mi hermana no se enfada, y a ti tampoco te dirán nada, ¿Verdad?
Kanae asintió, aferrándose a la mochila con fuerza. - ¿Hay teléfonos, en la “conven”? - Tal vez quedarse con ella fuera lo mejor, hasta que decidiera algo definitivo
- ¡No seas tonta, los llamaremos desde el mío! – Rioco palmeó su mochila. – Así pueden guardar mi número por si luego pasa algo, ¿qué te parece? ¿Mejor así?
Kanae asintió de nuevo, terminando de decidirse por bajar en la parada Leonardo Villalobos con Rioco. – Ah… ¿Y para entrar se necesita entrada o algo así?
- ¡Sí! ¿No tienes? – Rioco la miró, incrédula, pero sin perder un momento se puso a rebuscar en el bolsillo más pequeño de la mochila. - ¡Toma, invita la casa!
- ¿Cómo es que tienes dos? – Preguntó Kanae, viendo que tenía dos folios idénticos y doblados igual, con una ficha impresa en rojo en una esquina.
- Es posible que me comprase una entrada un día, por internet… - Admitió ella. - … Y que se me olvidase y volviera a comprarla a los tres días. Qué tontería, ¿verdad? La había traído pensando en un amigo, pero creo que será más divertido esperar dentro a que haga la cola… ¡Toma!
Rioco le alargó la entrada a Kanae, pero cuando ésta fue a cogerla, la retiró. - ¡Pero con una condición! Que cuando estemos allí dentro, me invites a ramen. – Le guiñó un ojo. - ¡Y tamaño XL!
Kanae sonrió, pensando en cómo sabría aquella comida basura en comparación a la que hacía su madre cuando tenía tiempo, y acto seguido se levantó corriendo, avisando a Rioco de que acababa de ver la parada pasar ante el autobús.

Tal vez tuvieran que caminar unas calles más hasta llegar a la convención, pero, si había algo de lo que Kanae podía estar segura, es de que, con Rioco, no iba a aburrirse un solo minuto.

sábado, 24 de diciembre de 2016

Navidades Rotas

Parte 2.- Navidades Rotas II


La puerta se abrió de golpe, sobresaltando a los contrabandistas. – ¡Fuerzas del Reino! ¡No se muevan! – Gritaron los soldados, apuntándolos, pero los contrabandistas no se andaban con chiquitas, y uno de ellos le lanzó una de las jaulas de los fénix. - ¡Auflodern!

La jaula, el fénix y todos los que estaban cerca se vieron envueltos en una bola de fuego, amplificada por la propia naturaleza ígnea del fénix, en una explosión que los contrabandistas aprovecharon para huir. Pero, hicieran lo que hicieran, no importaba. Porque allí, en la puerta trasera del almacén de la mafia, su vía de huida, esperaba una mujer. La líder del equipo de Asalto que llevaba aquella operación. Maga de hielo, y una de las luchadoras más famosas del país.
La agente Diamond. Y, contra ella, no había nada que pudieran hacer.

La mujer suspiró, saliendo de la comisaría. Menudo cansancio. Ya era la tercera red de contrabando que desarticulaban en aquellas fiestas. Ésta, en particular, se dedicaba a vender fénix de imitación, que en realidad eran shanshos, un ave de los pantanos con un hechizo metamórfico para cambiar su aspecto y otro ígneo para iluminar el árbol mágico de Natalis. Sólo tenía un uso y luego el ave ardía hasta las cenizas, pero para cuando los clientes se dieran cuenta, ya habría sido demasiado tarde.
Era un éxito, en resumen. 
Pero, para ella… Era demasiado trabajo. Las mafias parecían más activas durante aquella época del año, y hasta los vampiros parecían seguir las fiestas de renacimiento que acompañaban al fin de año. Y si, la gente de la ciudad podía dormir tranquila, sabiendo que estaban bien protegidos… Pero hasta la agente Ikana Diamond, la más fuerte del país, necesitaba un descanso.

Suspiró, entrando en su piso. Al menos, si todo iba bien, lo iba a tener.
Cerró la puerta de su apartamento. Un lugar agradable, con vistas al lago y mucho espacio, a menudo demasiado para alguien como ella, que vivía sola. A menudo, sí… Pero no aquel día. No durante las fiestas.

- Bienvenida. – La saludó Raoul Salazar, su novio, saliendo a su encuentro, y ella sonrió, dejando de ser la agente Diamond para pasar a ser un poco más Ikana. Lo tomó de las manos. - ¿Qué tal ha ido tu último día? – Raoul vivía al oeste, casi en la costa, y no se veían demasiado, pero Ikana no sufría por ello; cada uno tenía una vida. Ella era de las fuerzas de élite, y él un genio trabajando con tecnología punta en su propio laboratorio. Sus mundos no eran muy similares, y eso era precisamente lo que le gustaba de ello. El saber que tenía allí un ancla, que su vida tenía un oasis de tranquilidad para el cual sólo era Ikana.
Le hizo un resumen rápido de la situación y de falsos fénix, y él puso los ojos en blanco. – Estoy seguro de que podría sacar una línea de androides con sigilos ígneos por sólo un poco más… Y serían reutilizables. – Suspiró. – Si, tal vez lo haga. Sólo necesito un modelo biológico adecuado. Llamaré a Chell, mi ayudante, y…
Ella lo detuvo, tomándolo de los hombros y lanzándole una mirada elocuente. – Raoul. – Le dijo, clavándole los ojos color sangre. – Tendrá que esperar para después de Natalis… Recuerda, hemos quedado para cenar.

Él la miró, sin comprender durante un momento, y entonces recordó el compromiso. – Oh, no… - Dijo, sin ganas. Raoul nunca había sido muy sociable. Nunca había sido sociable, de hecho. Prefería pasar el tiempo encerrado en su laboratorio antes que con la gente, de ahí que su aspecto habitual fuera con las gafas de protección sobre la frente y un bloc de notas con incidencias, listo para nuevos experimentos.
Y, además, en aquel caso particular había otra cosa más que hacía la situación ciertamente indeseable para el Salazar: La gente con la que cenaban. - ¿De verdad, Ikana? ¿Me vas a hacer ir a cenar con tu ex y sus hijas?
Ella suspiró, mirando al techo. Otra vez aquella discusión no. – No seas así, Raoul. Bunker no es solo mi ex, también es mi compañero de trabajo. Y más importante, mi amigo. Y sus hijas… Bueno, soy prácticamente una segunda madre para ellas. Son sólo dos niñas… ¿No puedes hacer eso por mí?

No era la primera vez que discutían sobre sus planes para Natalis, de acuerdo, pero Raoul era un científico, y, por tanto, testarudo. – No son “sólo dos niñas”, Ikana, y lo sabes. – La mayor, Anna, era una adolescente de 17 años y metro noventa, con la suficiente masa muscular como para levantar a Raoul y a Ikana a la vez y un problema de control de la ira, que se sumaba al problema de vampirismo que había contraído hacía unos meses, mientras que la pequeña, Alice, era autista y telépata. No era más que una pequeña de ocho años que Bunker había adoptado al final de una misión de contrabando que la involucraba, pero cuando te te clavaba la mirada, azul como el océano, parecía robarte el alma.
Y eso que una de las características de la gente como ella era evitar mirar a los ojos.
- Y, lo peor, las dos me odian. ¿Cómo pretendes que esté cómodo, sentándome entre un vampiro adolescente al borde de la ira y una telépata con tendencia a perder el control?
Ella avanzó por el espacioso salón, acercándose al ventanal desde el que se veía el gran lago que había a las afueras. – Son sólo dos niñas, Raoul. Y tú eres mi novio. Es normal que no les caigas bien al principio.

La verdad era que Raoul tenía su parte de razón: La familia de Leonardo “Bunker” Villalobos era de todo menos típica o pacífica. Para empezar, ni siquiera estaban emparentados por lazos de sangre: Bunker había rescatado a Alice de una red de contrabando y la había adoptado al saber que no tenía a nadie más, y Anna había huido de casa de su padre, familia de Raoul, y se había convertido en una violenta delincuente, acabando en un reformatorio, donde además de su problema de autocontrol había adquirido el vampirismo.

Y Bunker las había acogido a ambas, adoptando a Alice y tomando a Anna como discípula, oficialmente para aprender de su carrera en el espectáculo de los duelos mágicos, pero como favor a su madre, una gran amiga de los tiempos en el ejército de Bunker y que estaba desaparecida.
Dos casos perdidos que la sociedad había dado de lado, pero el hombre las había visto, y había decidido que ambas se merecían una familia. Y, con sus pros y sus contras, lo estaba consiguiendo.

Y, aunque Raoul fuera terco como una mula y no mirase con buenos ojos a las hijas de Bunker y al propio compañero y exnovio de Ikana, ella sabía que la acompañaría: Para el genio tecnológico, el funcionamiento de la mente de Alice, distinto al de la gente común pero similar al suyo, era fascinante, y por mucho que Anna le mirase mal, ambos compartían el desagrado por su familia. – ¿Lo ves? – Dijo Ikana, para convencerlo. – Ya tienes algo para romper el hielo. Algo para empezar a conectar con ellas. Además, piénsalo de ésta manera: Si al final no cenamos con ellos, tendremos que ir con los tuyos. ¿Cuánto hace que no ves a tus padres y a los demás Salazar?

Raoul resopló. La última vez que había tenido contacto con su familia había sido cuando éstos intentaron monetizar la pasión de Raoul para su propio beneficio. Si había algo que le gustaba menos que ir a cenar con la familia de Bunker, era ir a cenar con su propia familia. - ¿Por qué no puedo simplemente quedarme en casa? Las fiestas son algo artificial, Ikana, no hay ninguna razón para celebrar la caída de la hoja del Árbol Sagrado precisamente ésta noche cuando ocurre durante todo el invierno. Natalis es una fiesta inventada.
Ella se volvió, sonriendo divertida por la pretendida incomprensión de Raoul. – Precisamente por eso. – Dijo, cruzándose de brazos. – Podríamos haber elegido cualquier fecha, no hacer fiesta. Pero hemos elegido que sea hoy el día que nos juntamos con nuestros seres queridos. Los mortales hemos elegido el día de hoy para celebrar el renacimiento y compartir nuestra energía vital con los demás, aunque sea de forma simbólica. ¿No crees que eso es lo más hermoso?
Él suspiró. – No lo sé. Es tan aleatorio… – Pero la vida en aquel planeta también lo era. La presencia de magia, el desarrollo de la humanidad a la sombra de los elfos. El simple hecho que todo funcionara era debido a una serie de casualidades. Y aquello… El hecho de que ella estuviera allí, frente a él, y él la amase… Aquello no era racional. Era aleatorio. Y, precisamente por eso, era hermoso.
Así que, una vez más, Raoul, el genio de la lógica, tuvo que darle la razón a Ikana. Y, a las nueve de la noche se encontraba, bien vestido, junto a Ikana, a la puerta de la casa de los Villalobos. Suspiró y llamó, educadamente.
Cuando la puerta se abrió, Raoul se quedó un poco intimidado, como siempre que se encontraba cara a cara con el gigantesco exnovio de Ikana, de más de dos metros de altura, con los brazos gruesos como troncos de árboles. Raoul estaba seguro de que había habido algún tipo de gigante en su árbol genealógico, y habría apostado por un troll si Ikana no le hubiera dado una colleja en el momento.
-          Vaya, justo a tiempo. – Sonrió, franqueándoles la entrada. – Estaba dándole los últimos toques al plato principal.

-          A ver si adivino… ¿Un vienés? – Suspiró Raoul. La gastronomía del lugar de origen del gigantón era variada… ¿Por qué siempre tenía que hacer el mismo plato?
-          ¡Niñas! – Llamó Ikana, entrando y colgando su abrigo en la entrada. - ¡Hemos llegado!
Desde la parte trasera del apartamento les llegó sonido de pasos. - ¡Ikana! – Replicó Anna, la mayor, que parecía hija de Bunker, por su tamaño y complexión. - ¿Cómo que “hemos lle…”? Ah, ya veo… - Se quedó parada al ver a Raoul, mirándolo mal.
Éste intentó forzar una sonrisa, algo difícil bajo la mirada de lo más parecido que había en aquella casa a un dragón. – Buenas noches, Anna. – Dijo, educadamente. - ¿Qué tal?
-          Bien hasta que viniste. – Replicó ella, con el ceño fruncido, mientras llegaba la hija real de Bunker, minúscula en comparación con los otros dos grandullones y con un libro en las manos. - ¿Por qué tuviste que traerlo, Kana? – Le preguntó a la novia de Raoul, que sonrió. - ¡Seguro que habría sido mucho más feliz con sus máquinas y esas cosas!

Sí, tenía razón. Raoul sabía que tenía razón. Pero pensó en lo que había hablado con Ikana. Tal vez aquello que había ante él era una joven malhumorada con tendencia a la violencia, pero también era una asombrosa mezcla de circunstancias. Una interesantísima conjunción de acontecimientos, que habían ido formando una trenza como la que ella llevaba en la sien hasta dar lugar a ella. Y aquello… Aquello era más interesante. O al menos, no era desagradable.

-          ¿Qué tal, Alice? – Saludó a la pequeña, también rubia, que lo miraba, en silencio. - ¿De qué es el libro ese que estás leyendo?
Ella lo tapó contra su pecho, en un intento por impedir que curioseara, pero al hacerlo le mostró la cubierta, y Raoul se sorprendió al encontrarse cara a cara con Valle Inquietante, por el famoso Ayzak Vomysa, un libro que no habría esperado encontrar en nadie que no tuviera interés por las conciencias artificiales. Uno de sus favoritos.
-          Vaya, interesante… ¿Entonces, te gusta el tema? ¿Qué es lo que más te gusta? – Vaciló él, tratando de entablar conversación y maldiciendo su inutilidad para la charla trivial tan popular entre la gente. Ella, por su parte, tampoco era una gran conversadora, ya que se conformó con clavarle la mirada, como haciéndole ver que su intento de conversación era un fracaso.
-          La gente. – Dijo, simplemente, y se fue, dejándolo allí, solo y yéndose a leer tranquila.
-          No te lo tomes como algo personal. – Dijo Anna. – Es así con todos.
-          Pero ha mejorado, ¿no? – Intervino Ikana. – Antes no pronunciaba ni palabra.
-          Sí, aunque depende del día que tenga. Hay veces que sólo conseguimos que hable por lengua de signos.

El torso de Bunker asomó por la puerta. – Venga, venid, que Alice es la única que me hace algo de caso… ¿O queréis cenar en el vestíbulo?
Y pasaron al salón, que estaba decorado con motivos rojos y verdes, como era casi obligatorio en los hogares de gente normal, y en una de las esquinas había un abeto arcoíris, con una figura de un fénix en la parte superior. – Vaya, ¿Lo habéis ayudado vosotras?

Aquello, pensó Ikana, era realmente acogedor. La mesa puesta, un recopilatorio de duelos antiguos en la tele para hacer tiempo, Anna renegando de los estudios…
-          Es un tema de lo más importante. – La intentaba convencer. – Por mucho que quieras seguir los pasos de Bunker en el mundo del espectáculo, necesitas al menos una base de formación.
-          ¡No digas tonterías, Kana! – Protestaba Anna. - ¡Me va muy bien con esto de las peleas! ¿Sabes que ayer volví a batir mi récord de sacos de arena destruidos en una hora? ¡Esto se me da genial! A este ritmo, antes del verano podré presentarme a una competición de las serias.
-          ¿Y después qué? ¡Ayúdame, Raoul! – Le exigió al inventor. - ¡Tú sabes lo importante que es estudiar!
-          Cla-claro que sí. – Intentó aportar él. – Piensa en el futuro, Anna. Ahora puedes luchar, pero no vas a ser siempre joven y fuerte.
-          O sí. – Replicó ella, frunciendo el ceño en su dirección. – Te recuerdo que soy un vampiro.

Bunker, que había vuelto a la cocina para terminar los últimos toques a la cena, volvió a asomarse desde la cocina. – Tenemos un problema.
El vino de brindar, el que tenía encantamientos festivos, se había acabado.
-          ¿Cómo pudiste no prever algo así? – Dijo Ikana. - ¡Quedamos en esto hace dos semanas!
-          Vale, vale, lo siento. – Replicó el grandullón. – El otro día se pasó el teniente a felicitarnos las fiestas y puede que bebiéramos un poco de más.
El teniente era un antiguo colega del ejército de Bunker, un viejo veterano que había sido una leyenda en su día, pero ahora gastaba su tiempo y dinero emborrachándose y recordándose los viejos tiempos. Ikana ni siquiera podía culparlo. A estas alturas de su vida, un hombre como el teniente lo único que tenía eran arrepentimientos que olvidar.
-          Debiste darte cuenta. – Riñó ella a Bunker, que dejó caer los hombros. – Ahora nos tocará beber otra cosa…
-          Y por eso me alegro de no beber nada que no sea sangre. – Intervino alegremente Anna. – Yo me lo compro y yo me lo bebo.

-          Está bien, está bien. – Bunker encajó las palabras de las mujeres. – Culpa mía, lo siento. Iré a por una botella, creo que la tienda de la esquina está regentada por espíritus y no cierra por Natalis.
Ikana y Raoul le dijeron que no hacía falta, pero después de aquello, alguien tan orgulloso como Bunker no podía quedarse allí, y no tardó en ponerse el abrigo y salir al frío de la noche invernal, a por una última botella de bebida espiritual.

-          Este Bunker… - Suspiró Ikana, sentándose en el sofá. – Mira que olvidar la bebida para brindar.
-          A mí eso no me habría pasado. – Dijo Raoul, encogiéndose de hombros. – No sé la gente como él, pero siempre tengo una lista de requisitos que cumplir antes de hacer nada… Llámalo estándares.
-          ¿Está en tu lista de requisitos que te golpee? – Replicó Anna. – Se quedó sin bebida porque estuvo acompañando al teniente a olvidar sus días de guerra. Algo seguramente mucho más altruista de lo que cualquiera de los Salazar ha hecho nunca.
Alice se levantó del sofá y dejó el libro en la mesilla, acercándose a la ventana y atrayendo las miradas de todos.
Y entonces Ikana, Raoul, Anna y Alice, todos pudieron oírlo claramente. Un estruendo. Un estampido. El sonido de un vehículo chocando contra algo. O contra alguien.
-          Bunker. – Dijo Alice. Ikana se lanzó hacia la ventana, y se dio cuenta de que tenía razón. Allí, en la calle, junto a una botella rota y un coche con el parachoques arrugado como una pasa, yacía el cuerpo inerte de Leonardo Villalobos. Bunker.


lunes, 31 de octubre de 2016

La Grieta

Mi mundo existe en el interior de una Grieta.

Sé que, para los mortales, acostumbrados a mapas tan extensos, llenos de flora, fauna y gentes tan variopintas, es complicado percibir la belleza de nuestra existencia.
Una vida entre la luz del cielo y la oscuridad del abismo. Como si una espada divina hubiera apuñalado la tierra, abriendo a su paso una herida sin fondo que era incapaz de curarse.
Las paredes rocosas se hundían en las profundidades negras del abismo, en un lugar del que nada ni nadie volvía, formando dos acantilados infinitos poblados de árboles que se alzaban buscando la luz. Árboles cuyas ramas llenaban el espacio intermedio, entrelazándose, buscando un abrazo que jamás llegaría a darse.

Mi pueblo vivía en esos árboles. En Brocken, la ciudad colgante. Danzábamos con gracia entre las ramas, usando los numerosos brazos que los Seres de Arriba nos habían dado para balancearnos sobre el insondable vacío. Nuestra vida, alimentándonos de los frutos que cultivábamos en los árboles, era sencilla.
Pero no era pacífica.
La culpa era de los Grisvar.
Así como nosotros nos balanceábamos en los árboles, entre los dos acantilados, en equilibrio entre la Luz de Arriba y la Oscuridad de Abajo, ellos no hacían tal cosa. Los Grisvar eran seres rocosos, toscos y primitivos, cuya vida giraba en torno a la piedra de los acantilados. Sus cuerpos carecían de nuestro don divino para deslizarnos por el aire, pero, a cambio, tenían una habilidad innata para trabajar la piedra. Su vida, por tanto, consistía en cavar, y así la desarrollaban.
Mientras los espectros de Brocken danzamos graciosamente en el vacío, desarrollando los dones de los dioses, los Grisvar de Kruengard abren agujeros, dándole formas a la piedra y abriendo sus fortalezas en el interior de las grutas junto a las raíces de nuestros árboles.

Durante un tiempo, en la antigüedad, nuestros pueblos vivieron en armonía. Los Grisvar de Kruengard trabajaban de la piedra, comían de la piedra, mientras nosotros, los Espectros de Brocken vivíamos entre los árboles, cultivando y alimentándonos de los frutos de éstos, concedidos gracias a la luz.
Nuestros pueblos conocían su lugar. Sabían que un Espectro no debía adentrarse en las oscuras mazmorras de los Grisvar, que su lugar estaba entre las ramas. Y sabían que un Grisvar debía de permanecer en las profundidades de su tierra; las ramas no podrían soportarlo.
Sin embargo, algo cambió. Algunos dicen que los Espectros quisimos aumentar nuestro territorio, erosionando los bordes del acantilado para aumentar nuestras fronteras, pero lo más probable es que fueran los Grisvar los que comenzaron con las hostilidades. Corrieron rumores de que querían cerrar la Grieta, terminando, por envidia, del equilibrio del que gozábamos los Espectros entre la Luz y el Abismo.

No sé con seguridad cómo comenzó. Lo que sé es que, cuando los Grisvar lanzaron una pedrada contra Brocken, nuestra nación extendió los brazos y marchó. Marchó hacia la guerra.

Yo estaba allí.

Era un recluta joven, pero de brazos largos y sinuosos, que se podían mover como una brisa de mañana o como un afilado vendaval, cuando todo comenzó. Junto a mis compañeros, me coloqué mi máscara de guerra y me dispuse a demostrarles a los Grisvar que nuestro viento podía erosionar hasta las piedras más duras.
No fue una escaramuza. No fue una confrontación.
Fue la Guerra.

Nuestra agilidad nos permitía evadir con facilidad las peligrosas pedradas de los Grisvar, pero, a cambio, nuestros portentosos brazos no eran de gran ayuda contra sus cuerpos, prácticamente irrompibles. No pasó ni un ciclo de luz desde mi llegada hasta que tuve claro que un Grisvar no tenía la misma consistencia que un fruto, o el tronco de un árbol.
Los Grisvar eran de piedra. Y eran despiadados.

Pronto perdí la cuenta de los compañeros abatidos por sus disparos, o aplastados por sus avalanchas. Dejé de mirar, impotente, mientras los Grisvar los arrastraban, contra su voluntad, hacia las profundidades de sus grutas. No sé cuántos compañeros perdí a merced de los monstruos de piedra, pero fueron al menos tantos como Grisvar cayeron por el abismo, o perecieron, víctimas de nuestros letales brazos.
Pronto dejaron de importarme las víctimas. Dejaron de importarme los muertos.

Y comenzaron a importarme los vivos. Comenzó a importarme aquel Grisvar con la guardia baja, vulnerable, más que el Espectro al que acababa de abatir bajo su mazo de piedra. Comenzó a importarme más sobrevivir a las emboscadas que capturar con vida al objetivo de nuestra misión.
Las muertes de mis compañeros, de mis amigos, no hacían más que acentuar mi motivación. Cuando perdí mi ojo por una pedrada recuerdo encabezar el ataque a un poblado minero Grisvar, dejando tras de mí un sendero de grava aplastada. Descubrí que se me daba muy bien aquello de la guerra.

Combatir y sobrevivir. Dos cualidades que me hicieron convertirme en un héroe. En un veterano de guerra, al que los nuevos reclutas miraban con admiración.
Avanzamos, por las grutas Grisvar, sinuosas y confusas, y, paso a paso, combate a combate, mi escuadrón se acercó a Kruengard. El final estaba cerca. Lo podía notar en mi ojo destrozado, lo podía notar en mis brazos. Pronto nuestro ejército asaltaría la fortaleza de los Grisvar de Kruengard. Pronto la amenaza terminaría.

Pero en aquel momento, todo volvió a cambiar.
Recuerdo verla al fondo de la caverna cuando ocurrió. Aquella inmensa fortaleza, con aspecto de geoda, llena de edificios brillantes que surgían del suelo y de las paredes. Hermosos, sí, pero también frágiles. No sería difícil hacerlos añicos. Pero, sin embargo, no podíamos. Los negociadores de ambos bandos habían llegado a un acuerdo. Se había firmado la paz.

Paz. La paz es una palabra envenenada. La paz habla de tranquilidad, de victoria. Todos celebran la paz. Todos se alegran de que ésta exista.
Pero nadie se pregunta por qué llega. Nadie se pregunta qué hubo antes para que hubiera paz. Por definición, antes de que haya paz. Siempre hay guerra. Y, para aquella paz, también había habido una guerra. Una guerra en la que mis padres, mis amigos y mis conocidos habían muerto. Una guerra que estábamos a punto de ganar. Las tropas habían diezmado la población Grisvar, habían cercado su capital. Kruengard estaba en la punta de nuestros dedos. Podríamos rodearla con sólo alzar los brazos. Podríamos hacer que las muertes de nuestros camaradas fueran para algo.
Pero no pudo ser. Había paz. La guerra había durado demasiado, al parecer. Nuestros pueblos habían sangrado ya demasiado y perdido demasiada gente. Y firmamos la paz.

Una paz que había convertido en un sinsentido el sacrificio de nuestros compañeros. Una paz que había echado al abismo todos nuestros esfuerzos. Todos nuestros camaradas que habían sido arrastrados a las profundidades de la tierra por los Grisvar no verían sus deseos cumplidos. Todos los amigos y familiares víctimas de pedradas habían perdido la ocasión para recibir justicia.

Paz. Esa palabra que podría suponer que nos sentamos en el trono de Kruengard, que la arrasamos hasta los cimientos para recordarles a los Grisvar nuestra posición de vencedores, pero que en cambio banaliza nuestros sacrificios y los de nuestros compañeros. No podía soportar que hubiéramos llegado tan cerca de Kruengard, pero no nos hubieran dejado hacer aquello para lo que habíamos ido.
Sin embargo, yo debía de ser el único que se sentía así. El único que pensaba que aquella paz no era más que un último intento de los Grisvar de librarse de su destino bien merecido. Los otros soldados celebraron, alzando sus brazos y quitándose las máscaras de guerra para lanzarlas al abismo, como símbolo de buena voluntad.

Pero yo no podía hacerlo. No podía estar en paz. Había perdido demasiados amigos, había perdido mi ojo. Había hecho demasiados sacrificios. Y eran incapaces de darse cuenta.
Intenté explicárselo, hacerles entrar en razón. No podían dejar pasar aquella oportunidad para acabar con los Grisvar. Pero me echaron a un lado como si fuera un perro que ya ha vivido demasiado y sólo está buscando las sobras de la mesa del señor. Durante la guerra había sido un héroe, pero ahora, en tiempos de paz, no eran más que un estorbo.

Paz. Esa palabra que hace que guerreros letales como el viento afilado de los ciclos de invierno se convierta en una brisa de media tarde. Todos querían la paz. ¿Cómo no iban a quererla? Mis compañeros habían sido sustituidos por reclutas nuevos y jóvenes, provenientes de otras épocas, y los altos mandos habían pasado a manos de jóvenes Espectros que no conocían el huracán ni el vendaval. Claro que querían la paz.
No habían conocido el sacrificio de sus seres queridos, la muerte de amigos y familiares a manos de los Grisvar. No habían visto la batalla moldear sus afilados brazos, ni adiestrar su ojo para detectar pedradas a grandes distancias y calcular su trayectoria.

Claro que querían la paz. Porque ellos no sabían lo que era la guerra. Y, por eso, nunca entenderían mi sufrimiento. Y nunca podrían hacerle justicia.
Yo era el único que podía.

Y la envidia comenzó a echar raíces en mi interior. Envidia por aquellos jóvenes que vivían en una época en la que no tenían que combatir, en la que no tenían que ver a sus amigos morir ante ellos, en sus propios brazos. Aquellos jóvenes que ya habían olvidado por qué luchar. Habían olvidado lo que significaba honrar un sacrificio. Y, así, habían olvidado los sacrificios hechos para llevarlos hasta allí.
Y entonces lo entendí. En realidad, seguía en guerra. Seguía luchando, pero ésta vez los Grisvar ya no eran mi enemigo. Esta vez, mi enemigo era la Paz. La paz que había convertido las rutas por las que habíamos conquistado la gruta de los Grisvar en rutas de comercio. La paz que había hecho desaparecer los sacrificios de mis amigos, de mis compañeros y de mi ojo, que había hecho desaparecer mi sufrimiento.
Tenía que luchar contra ella. Tenía que acabar lo que habíamos empezado contra los Grisvar. Y, si quería que Brocken me apoyase de nuevo, tenía que hacerles sentir lo mismo que sentía yo.
Sin embargo, mi plan resultó contraproducente. Junto al comercio, los Grisvar y los Espectros intercambiaban información, y no tardaron en descubrir que el ataque terrorista Grisvar no había sido más que una maniobra interna. Pero lo que importaba era que estaba volviendo a ocurrir. Los Espectros, aunque contra mí, volvían a levantarse por sus compañeros caídos. Volvían a compartir mi sufrimiento.

Cuando la guardia vino a por mí, no fue difícil librarme de ellos, pero algo había cambiado, con una determinación renovada. Combatiendo a los nuevos Espectros, combatía aquel sopor que cubría los árboles de Brocken como si fuera la tela de una araña mental. Ya no era un “héroe de guerra”, sino un “violento veterano con inestabilidad mental”. Aunque tal vez estuvieran relacionados. Claro que tenía problemas. Mi problema era que mis compañeros, mis amigos y mi propio ojo me pedían venganza. Me pedían mantener vivo su sufrimiento y su sacrificio.

Y yo le estaba dando cumplimiento.
Fueron ciclos salvajes, aquellos. Deslizarse sigilosamente entre las ramas, al borde del abismo, preguntándote si serían suficientemente pesadas como para mantener tu peso. Emboscando a Espectros más jóvenes. Aquellos días me recordaron mucho a la guerra.

Pero acabaron.
Recuerdo que aquel día llovía, desde la Luz. Finalmente, un escuadrón del ejército me había acorralado. Tenía gracia; era un escuadrón muy similar al mío. El líder, en cabeza y frente a mí, tenía una máscara de guerra muy similar a la mía, aunque aún tenía los dos ojos.

Con los brazos extendidos, tendieron una red en torno a mí, preparados para darme batalla si me resistía. Pero antes, el líder avanzó, e intentó convencerme para que me entregara.
Y entonces dijo aquella palabra. No fue “héroe”. No fue “veterano de guerra”. Fue otra palabra muy distinta. Una palabra que hace sacudir los brazos. Una palabra que hizo que me quedase congelado en el sitio, y que subiera lentamente los brazos hacia mi propia cabeza. Palpé la máscara, que no me había quitado desde la guerra, y palpé mi rostro detrás. Y, a ambos lados, palpé…
Cuernos.
Recorrí su perfil curvo y lleno de surcos con los dedos. Estaban allí, eran sólidos. Y supe que tenía razón. Porque no me había llamado “héroe”, ni “veterano”. Me había dicho otra cosa.
Me había dicho: Zarzai, eres un demonio.


Cartas a una madre

Aunque la casa era grande, la mayor parte de ella estaba vacía, y sumida en la oscuridad. Sólo había una luz que desafiaba la penumbra.

-        Cómete la cena. – Se oyó, a media voz. El ruido de cubiertos y platos de la cocina que servía como comedor parecía ser ahogado por el silencio de una gran casa vacía.
-        No, no quiero. – Replicó una voz infantil, fastidiada. – Este pescado me da asco, no la quiero.
-        No me importa si te da asco. – Replicó la voz de hombre, sin responder al desafío implícito de la pequeña. – Todos tenemos que hacer cosas que nos dan asco. Esto es lo que tienes que comer, y si no lo haces ahora, lo desayunarás mañana. ¿Te ha quedado claro, niña?
Durante un momento, creyó que ella iba a retarle aún más, pero, tras un instante de silencio, se oyó su voz, resignada. Como tantas otras veces.
-        Sí…
-        Sí, “padre”. – La corrigió él.
-        Sí, “padre”. – Repitió ella, como un loro y con un deje de burla por el ridículo tratamiento que su padre quería imponerle.

-        Bien. – El padre no parecía haberse dado cuenta de la burla implícita de las palabras de ella, o más bien parecía ignorarlas deliberadamente. – Voy a volver al sótano, tengo trabajo. Cuando acabes, friega todo esto.

Cuando acabes, friega todo esto”. Fueron las últimas palabras que cruzaron padre e hija. Desde debajo de la tela, se pudo oír las protestas entre dientes de la pequeña, ya sola, junto al sonido del grifo mientras fregaba los platos. Un sonido solitario para una persona solitaria en una casa solitaria.
Una casa solitaria, vacía y triste, silenciosa como un cementerio, en la que la televisión resonó durante unos minutos, hasta que la pequeña se cansó, como se cansaba siempre, y se fue a su habitación.

La habitación, como el resto de la casa, era demasiado grande y suntuosa y estaba demasiado vacía. Ann encendió la luz, y pasó, pateando la gruesa cama con faldones, en dirección al escritorio, donde había un diario. ¿De verdad lo había dejado fuera? Durante un momento, se asustó, pensando que tal vez alguien podría ir entre sus cosas, pero no duró más de unos minutos. ¿Quién podría querer ir entre sus cosas, las cosas de una perdedora?
Miró lo que había escrito aquella tarde, después del colegio. “Querida mamá”, empezaba. Apenas habían pasado unas horas y ya le parecía una tontería. Escribirle una carta a su madre sobre los chicos que se reían de ella porque no tenía madre, menuda ironía.
Anna Salazar (por @Rioco_)


Miró el diario, sintiendo lástima de sí misma. Que si había niños que se reían y que le decían que su madre no le quería, que si se había vuelto a golpear con ellos, que si había sido un día aburrido… Que la casa estaba muy vacía sin ella, que quería que vieran juntas la nueva película de superhéroes, que seguro que le habría gustado la cena que se había preparado para sí misma ayer…

Ahogó un sollozo y arrancó la página del diario. Tonterías. No podía escribirle a su madre, porque ella no tenía madre. No tenía madre ni padre. No tenía a nadie, estaba sola en aquella casa tan grande, vacía y silenciosa. Sólo tenía a Ladón, su dragón de peluche. Tomándolo en brazos, se acostó y apagó la luz, deseándose buenas noches a sí misma, y su respiración no tardó mucho en ralentizarse.

Estaba dormida.

Entonces fue cuando la criatura rodó para salir de debajo de la cama. Pálida y demacrada, parecía más bien un esqueleto con piel o un muñeco mal hecho, calva y con aspecto emaciado. Con movimientos bruscos, antinaturales, se levantó, como si fuera un títere en manos de un titiritero novato, irguiéndose junto a la cama de la inocente pequeña, que, en su sueño, nada sospechaba.
La criatura sonrió, estirando la comisura de los labios para dejar ver sus dientes, afilados como agujas, y alargó la mano, exteriorizando cinco espinas de casi diez centímetros de largo debajo de cada una de sus uñas. Y miró a la pequeña, con aquellos ojos hundidos en sus órbitas, llenos de oscuridad y hambre de carne fresca.

Aquella pequeña rubia sí que era carne fresca. El peluche que agarraba con fuerza mostraba que aún no había abandonado del todo la inocencia infantil, pero las lágrimas en sus mejillas revelaban su tristeza y la dureza de sus condiciones.
Sin amigos con los que verse en clase, sin una madre que la fuera a despertar, sin un padre que se preocupara por ella. La víctima perfecta. Nadie la buscaría, si desapareciera.

La criatura se cernió sobre ella, extendiendo sus garras, que brillaron en la penumbra cual navajas de afeitar y habían visto desvanecerse la vida de muchas personas, y se inclinó, relamiéndose. Si la pequeña se hubiera despertado, ¿Qué habría hecho? ¿Habría gritado por una ayuda que sabía que no iba a llegar? ¿Habría intentado huir? ¿Defenderse?

Pero nunca sabremos qué es lo que habría hecho, porque no llegó a despertarse, y la aterradora criatura fue libre para bajar su zarpa sobre la pequeña, deslizándola sobre su cuerpo… Y, retrayendo las garras de vuelta al interior de los dedos, le limpió las lágrimas con infinito cuidado.

Soledad, dolor, abandono… La cadavérica criatura sabía muy bien qué era todo aquello que sentía la pequeña. Porque tal vez ella fuera un monstruo asesino sediento de sangre, y la otra una pequeña abrazada a un peluche, pero, en el fondo, eran iguales. Seres que habían sido rechazados por sus creadores, por la sociedad, y que, a pesar de vivir junto a ésta, no podían sino mirarlo, tratando de entender la razón por la cual existían en un mundo que no parecía necesitarlas.

La criatura acarició con una yema fría como un cadáver la mejilla de la pequeña, y ésta se removió en sueños, haciendo que se retirase. Pisó un papel, haciendo ruido por primera vez desde que había aparecido. Al recogerlo, con la mano sin garras, se dio cuenta de que era el diario de la pequeña, o más bien, lo que quedaba de él.

… No sé dónde estás, mamá”, decía, “o por qué no escribes, pero estoy segura que es porque estás trabajando mucho para ayudar a la gente” Leyó la criatura. “Sé que estás muy ocupada, pero me pregunto si no me podrías mandar algo muy guay, algo para enseñarles a esos niños tan malos y que me dejen por fin en paz”.

La criatura abrió la ventana, inhalando el fresco aire nocturno tras mirar por última vez a la pequeña durmiente. Aquella era una buena noche, pensó… Tenía muchos niños a los que asustar. Y salió por la ventana, tras cortar de la página la última parte. Aquella noche la luna no brillaba en el cielo, y las criaturas como ella podían moverse a placer. Una noche de muerte, una noche de terror.
Antes de salir saboreó por última vez el olor de la pequeña, y aquellas palabras que había recortado y se había guardado cuidadosamente en un bolsillo de su ropa vieja. Las últimas palabras de la niña, que, probablemente, eran las palabras más importantes de toda la página.

Te quiere,

Anna

Juegos infantiles

Siempre era igual.
-    Te estoy diciendo que el pentáculo no es así.
-    Y yo te digo que sí. Y provengo de un largo linaje de brujas, así que, créeme, sé de lo que hablo. – Dijo la muchacha de melena castaña, con los brazos en jarras.
-    Tú puedes provenir de donde quieras, Rioco… - Replicó el chico. - ¡Pero yo soy el que tiene el libro que describe el ritual de invocación! Y dice que tienes que colocar la estrella con la punta hacia arriba. Estamos intentando contactar con el más allá, después de todo… Creo que es obvio.
-    ¡Pero yo te digo que no es así! – Replicó ella. - ¡Siempre que quieres hacer magia mala, tienes que hacer un pentagrama invertido!

El chico de ojos rasgados, Keith, suspiró exasperado. Sabía que pasaría eso desde el principio, cuando Rioco le hizo ayudarlas con aquel ritual arcano. Él había intentado negarse, por supuesto, pero, como de costumbre, Rioco había hecho oídos sordos a sus palabras y lo había arrastrado con ellas, no sin antes dejar que el chico se hiciera con una guía de rituales mágicos. Ambos sabían que iba a acabar ocurriendo, antes o después.
Primero, porque Keith sabía que, si su impulsiva amiga se metía en algo tan peligroso como una invocación extraplanar por su cuenta, corría el riesgo de equivocarse – como de hecho estaba ocurriendo – y acabar despertando fuerzas indeseadas. Y era un riesgo que no quería correr, no sólo por Rioco – a fin de cuentas, pensaba, ella misma lo estaba buscando – si no por su amiga pelirroja, Kanae, que seguía a todos los lados a Rioco y se veía envuelta en sus gamberradas habituales. Keith sabía que Kanae, aunque bienintencionada, no era capaz de oponerse a la muchacha castaña.
Y, en segundo lugar, aunque nunca lo admitiría delante de Rioco, era porque, en el fondo, Keith compartía con su amiga el entusiasmo por el ocultismo y aquellos tipos particulares de magia. Y, si Rioco se proponía invocar un demonio menor en el sótano, Keith estaba más que dispuesto a participar, aunque se hiciera de rogar sólo para mantener una fachada que ambos sabían que no era más que eso.

Pero allí estaban: antes de ver al espíritu del Más Allá, aún tenían que superar sus diferencias de conceptos, entre Rioco que decía que la estrella invertida era como una cabeza de macho cabrío – y lo correlacionaba de alguna manera con invocar un demonio menor – y Keith, que argumentaba que la quinta punta representaba al espíritu, que en aquella invocación era lo dominante.
-    Tú estás hablando de magia negra. – Le explicó a Rioco. – Es un error muy común, se pone invertida porque la gente que la hace busca beneficio material, por eso pone las cuatro puntas que representan los elementos por encima de la que representa el alma.
La discusión podría haber durado mucho más, pero Kanae, pelirroja y también de ojos rasgados, estaba al otro lado del círculo que habían pintado en el suelo. - ¡Eh, desde aquí parece que está invertido! – Dijo, y Rioco volvió la cabeza como un ciervo iluminado por un coche. – Creo que lo de que esté hacia arriba o hacia abajo sólo depende de dónde se ponga uno… - Añadió Kanae, con una sonrisa.
-    Sí… - Keith miró el círculo. Podría haber argumentado que no era tan fácil, que dependía de más factores – y el libro explicaba esos factores – pero sabía que en realidad Kanae intentaba aligerar el proceso. – Tienes razón, Kanae. ¿Estás contenta ya? – Se volvió hacia Rioco, que asintió, triunfante.
-    Sigue leyendo, Keithy…
-    Muy bien, a ver… “Una vez marcado el círculo de invocación básico, hay que comenzar a añadir los accesorios”. – Leyó, a la tenue luz de la única bombilla eléctrica del sótano, mientras Kanae volvía a su lado del círculo. – “Por ejemplo, uno de los más populares es repasar el dibujo con una línea de sal, cuyas propiedades protectoras están descritas en el capítulo…”
-    Sí, sí, bla, bla, bla… - Cortó Rioco, aburrida. – Pasa de todo eso, vete a lo importante… ¿Qué tenemos que poner en cada punta?

Keith la miró, sin poder creerse aún que Rioco hubiera durado viva y entera hasta aquel punto con aquel desdén total por la seguridad. – Pero Rioco, lo que vamos a hacer es muy peligroso. Aunque sea un demonio menor y esté limitado al círculo, no sabemos cuál será el alcance de sus poderes. Deberíamos tener un mínimo de seguridad.

-    Ya tenemos un mínimo de seguridad, tonto. – Replicó ella. - ¿Recuerdas esa parte en la que Kanae tiene esos brazos demoníacos tan pro? Si nos intenta hacer daño ese diablillo, ¡Ella lo fileteará y lo servirá en su salsa! – Se imaginó la escena. – Mmm, filete demoníaco… ¿A qué creéis que sabrá? ¿A pollo?
-    Bueno, tradicionalmente los gallos negros han sido un cebo muy común en los rituales demoníacos… - Especuló Keith. – Y de lo que se come se cría, así que a lo mejor. Pero eso no es lo importante. – Miró a Kanae, preocupado. - ¿Estás segura de que podrías hacerlo, Kanae?
-    Eh… - Ella vaciló. Con el tiempo, Keith había logrado que la muchacha pelirroja confiase en él casi tanto como en Rioco. Kanae la miró fugazmente antes de contestar. – No-no lo sé… Esto no me gusta, ¿Y si algo sale mal?

Rioco la tomó de los hombros. – Estará bien, ¿de acuerdo, Kanae? – Le dijo, con una sonrisa mucho más sincera y reconfortante que las anteriores. – Estoy aquí, Kanae. Si algo sale mal, estoy aquí. Y te prometo que no será como cuando nos conocimos. No dejaré que ningún demonio, sea quien sea, te vuelva a hacer daño nunca más. Y sé que tú harás lo mismo.
Y le dio un beso rápido en los labios para motivarla, haciendo que el rostro de Kanae se pusiera tan rojo como su cabello y se tensara. Cuando se separó, Rioco se rió y se volvió hacia Keith, que había desviado la mirada, cohibido por la repentina muestra de cariño.
-    Vamos, sigue leyendo. – Le dijo, riéndose. - ¿O tú también quieres otro beso? ¡Que soy capaz!
-    ¿Eh? – Keith se sonrojó también y retrocedió. - ¡No hace falta! S-sólo estaba pensando en qué paso seguir ahora…
-    Tranquilo, bobo. – Siguió riéndose la muchacha. – Si te beso seguro que me toca sujetar a mí ese libraco tan gordo… Además, te necesito para traducir esa letra tan terrible.

Después del beso, Kanae no pondría obstáculos a básicamente nada que dijera Rioco, y Keith, en el fondo, no necesitaba ningún incentivo para realizar magia avanzada, así que continuaron con el ritual de invocación, escribiendo en sendas hojas de cuaderno – Que había traído Keith, el más previsor, o, mejor dicho, el único previsor del grupo – los glifos necesarios para las ofrendas del círculo. A la hora de aportar el cabello para atar a la criatura a alguien, Rioco se cortó un mechón castaño, ya que era la que más fácilmente podía ocultarlo, y Kanae también aportó algunos cabellos rojos, que usaron para atar el mechón. Keith se echó atrás cuando le llegó el turno, y argumentó que, cuanta más gente intentase dominarlo, menor sería el dominio sobre el demonio y más peligroso sería.
No le parecía buena idea revelarles que no confiaba en sí mismo a la hora de controlar un demonio. Había leído lo que uno podía hacer con uno de esos, lo que uno podía lograr. Venganza, éxito… No, no se sentía cómodo con el poder que podía otorgarle lo que quiera que invocase. La forma más fácil de no caer en la tentación es no exponerse a ella.

Y, finalmente, llegó el momento. El espinazo de un pescado con el que Rioco llevaba toda la semana pegando cómicamente a Keith, un cuenco de nébeda, una planta medicinal que el chico había robado al boticario, un ovillo de hilo rojo, ya que por esta vez Kanae había decidido hacer los detalles de su vestido en rosa… Las ofrendas que habían encontrado asociadas con aquel demonio eran cada cual más extraña, pero, al tiempo, todas tenían sentido, como había visto Keith tras pensarlo un poco. Las colocaron, cada una en el lugar apropiado, y también cercaron el pentágono central con velas negras, que al encenderse emitieron un olor agradable.

Keith pronunció las palabras mágicas del libro, escritas en egipcio demótico – que se había encargado de traducir aparte, en la biblioteca – y esperaron, ante el círculo de invocación. Keith miraba fijamente el humo de las velas, buscando cambios en su verticalidad – había leído en un artículo que eran una de las evidencias más tempranas de la presencia de cualquier demonio – mientras que Kanae se aferraba al brazo de Rioco, temerosa, mientras ésta cruzaba los dedos de ambas manos, pidiendo para sus adentros “que sea un triángulo, que sea un triángulo” una y otra vez.

La bombilla parpadeó, con una repentina sobrecarga de tensión seguida de un corto apagón. Los chicos se miraron. Un parpadeo, sonido de electricidad, el crujir de la madera… Y luego, nada. Todo volvió a la normalidad. Los tres se mantuvieron a la espera unos minutos, en silencio, y luego se miraron, pero el momento había pasado. El ambiente volvió a la normalidad, y volvieron a estar los tres encerrados en el sótano la noche de Halloween.

-    Te dije que la estrella era al revés. – Rioco fue la primera que rompió el silencio. – No me haces caso, y pasa lo que pasa, Keithy.
-    No, esto no tiene sentido… - Dijo él, ignorándola y mirando en el libro, pasando páginas hacia delante y hacia atrás. – Hemos hecho todo como decía aquí.
-    ¡Pero lo hemos hecho al revés! – Repitió Rioco. - ¡Teníamos que haber hecho lo que dijo Kanae, ponernos allí! Ahora mira todo el tiempo que hemos perdido… ¡Halloween va a pasar y ni siquiera hemos sido capaces de invocar nada!
-    Rioco, estamos en la posición correcta. – Replicó Keith. – Como ya te dije, tu experiencia colándote en rituales de magia utilitarista sin entender la teoría detrás de la práctica no sirve de nada. ¡Míralo! – Le dijo, enseñándole las páginas amarillentas con textos y dibujos antiguos. - ¡Lo hemos hecho todo bien! No sé qué ha podido pasar… Ah, espera, ya lo sé. ¿Recuerdas esa parte en la que te dije bien claro que nada de susurrar ni murmurar cuando yo pronunciaba el hechizo? A lo mejor si no hubieras hecho esas dos cosas, habría salido.
-    No es mi culpa que tengas una concentración de cristal. – Replicó ella, con los brazos en jarras. – Yo sí que tengo mala concentración, y no es la primera vez que invoco algo. Y estoy segura que estamos en el lado equivocado.
-    Muy bien. – Keith entrecerró los ojos, fastidiado. – Si tanto sabes de magia y brujería que no me necesitas para nada, ¿qué te parece si coges tú el libro y vas leyendo la guía? – Se lo plantó delante.
-    Eh… - Interrumpió Kanae, tocando el hombro de Rioco. - … ¿Chicos?
Keith y Rioco volvieron la mirada al círculo, de donde la habían apartado al discutir, y se dieron cuenta de que el humo de las velas se había curvado de forma antinatural, uniéndose en el centro formando una pirámide que desembocaba en una columna mucho más gruesa. – ¿Eso debería de preocuparnos?

-    Vaya… - Keith se colocó el grimorio bajo el brazo, mirando asombrado. – Lo conseguimos.
Al final, sí que lo habían hecho bien. Aquello era un signo inequívoco.
La temperatura del sótano bajó cinco grados de golpe, provocándoles un escalofrío, y el humo de las velas se inclinó aún más, formando una espiral que surgía de las cinco velas negras y se unía en el centro.

Un lamento que parecía provenir de otro mundo y contener más angustia de la que la mente humana era capaz de asimilar atravesó la estancia, haciéndoles retroceder. El interior del círculo se llenó de humo, que se acumuló, oscureciéndose paulatinamente y formando una sombra en el centro.
Allí había algo, pensaron los tres a la vez. Keith y Rioco se miraron, y él asintió.

Rioco, la líder indiscutible del grupo, avanzó con autoridad hasta el borde del círculo, con los brazos en jarra, cerniéndose sobre el demonio sabiendo que tendía detrás el respaldo de sus amigos. A un lado, Kanae, con sus afilados brazos demoníacos, y al otro, Keith, que ya había encontrado en el libro un hechizo exorcista y estaba dispuesto a usarlo al mínimo peligro.
-         ¡Muéstrate! – Le ordenó a la criatura extraplanar, y todo el humo de las velas pareció concentrarse en ella, apagándolas y formando una bola alrededor del pequeño cuerpo del demonio. Entonces, el humo se disipó de golpe, y el gran gato negro de dos colas que había delante de Rioco se estiró, abriendo el ojo gigante que sustituía a su cara para mirarla fijamente.
-         ¡Sí! – Rioco dio un brinco de alegría. - ¡Lo hemos conseguido! ¡Gracias, chicos, os quiero! – Los abrazó por el cuello, a los dos a la vez. – Por fin podré enseñarle a mi hermana Iris que sí que puedo hacerme cargo de una mascota… ¡Y lo haré a lo grande!