domingo, 1 de enero de 2017

La Reina y la Llama



El reino de Kingsia era un lugar convulso para los humanos. Con el Imperio Elfo al norte, que siempre era una amenaza – los elfos, elegantes y altivos, dominaban la magia como nadie – y la impenetrable jungla de la diosa Enna, que se extendía a través de más de quinientos kilómetros al sur hasta deshacerse en manglares y pantanos, en Cabo Verde, y era hábitat de temibles bestias anfibias y aguerridas tribus guerreras, guardadas por aquellos invencibles soldados-jaguar.
Y, en el medio, entre magos y jaguares, entre elfos y quimeras, estaban los humanos. El pequeño y frágil reino de Kingsia, o así era como se sentían, a pesar de que durante los distintos países habían ido uniendo sus fuerzas, con deseo común de protegerse de las amenazas a norte y sur, e incluso de los piratas que acosaban sus costas este y oeste.

No era fácil salir adelante para los humanos, que cuando no tenían que vérselas con la sequía que auguraba hambruna invernal, tenían que hacerlo con bandidos, y siempre teniendo en cuenta que debían dar el diezmo al noble de turno, algo que pocos de ellos, o ninguno, veían con buenos ojos. ¿Por qué tenían que alimentar una nobleza y una monarquía que no hacían más que asentarse en sus privilegios?
Por fortuna, ninguna de estas tribulaciones llegaba hasta la pequeña Eleanor, de diez años, la princesa y primogénita del trono de Kingsia, que, en aquel fresco día del tres de mayo del año 1506 dT decidió aprovechar el maravilloso día dando un paseo por el gran jardín del que disfrutaban sus padres. Comprobó que los caballos de las caballerizas reales estaban bien alimentados, y que los conejitos seguían saltando alegres, saludó a las hadas de la colmena de la arboleda, pastoras de abejas que proveían de miel al palacio, y a los gnomos que hacían sus casitas entre las raíces, cuyo trabajo era asegurarse de que la infraestructura del edificio seguía siendo sólida como una roca y de reparar los desperfectos. Luego rodó por la pradera, manchando su castaña melena de briznas de hierba y tierra, para ser reprendida por su nodriza.

Tampoco alcanzó ninguna de estas tribulaciones a la pequeña Eleanor, primogénita al trono de Kingsia, el fresco día de cuatro de mayo del año 1506 dT, cuando decidió aprovechar para dar un paseo por el gran jardín de sus padres. Visitó los caballos, los conejitos, los criados, las hadas y los gnomos, y volvió con su nodriza, que volvió a regañarla por la suciedad de sus cabellos y su vestido.
El cinco de mayo Eleanor hizo exactamente lo mismo, con pocas variaciones, y así podríamos seguir durante muchos días. Día tras día, semana tras semana, Eleanor no tenía que preocuparse por su supervivencia… Pero también tenía sus propios problemas. Era por su seguridad, decía su nodriza. Era por su bien, decía su madre. Era por el reino, decía el Rey. Pero ninguno la dejaba salir de allí. Todos los días, cuando la pequeña Eleanor alzaba la mirada hacia el infinito, buscando el amanecer del sol, o el perfil de la ciudad de Regium en la que se encontraba, se topaba con los gruesos muros de piedra y magia al otro lado de la gran Fortaleza Real.
Los muros que, según su aya, las protegían de las maldades del mundo exterior, y tras los cuales se encontraban peligros sin fin. Pero también…

Tras esos muros estaban las historias. Historias de intrépidos aventureros, que se adentraban en sinuosas mazmorras para recuperar tesoros legendarios de civilizaciones perdidas tiempo atrás. Historias de enanos que luchaban contra dragones para reclamar su tierra, y de elfos cuyos romances prohibidos con humanos revolvían al mundo entero. Y Eleanor soñaba. Soñaba con encontrar genios en lámparas viejas que le permitieran vivir aventuras, o que se convertía en vieja por una maldición y salía del castillo, disfrazada de criada, para conocer a un mago apuesto que le enseñase a lanzar conjuros.
Sí, Eleanor soñaba mucho. Soñaba que vivía una vida llena de aventuras y de cosas por hacer. Pero sus ojos siempre tropezaban con la sólida pared de piedra y magia del final del jardín del castillo. Y ella tenía que conformarse en su jaula de oro, con sus clases de protocolo y sus paseos por la arboleda, saludando a hadas y enanos, y asomándose al mundo a través de la biblioteca.
Hasta aquel día.

-          Bueno, yo creo que en realidad sí que te gusta estar aquí. – Le dijo aquel día una de las hadas, que revoloteaba a su alrededor. Eleanor no recordaba haberla visto antes, pero al fin y al cabo, la vida de las hadas no era larga, y cuando le contó que el gorro rojo que llevaba puesto se lo había quitado a un gnomo, se echó a reír y no tardaron en hacerse amigas. – Piénsalo Ele, tienes todo lo que necesitas. Comida, sitio para jugar, gente que te quiere…
-          Pero no sé, Cerilla. – Replicó Ele, haciendo una mueca de disgusto y poniéndose a horcajadas sobre una rama. Si su nodriza la viera, manchar así el vestido… - Ya sé, sí, dentro se está bien, fuera sólo hay gente mala… Pero quiero, no sé, sólo quiero un día ahí fuera. ¡Quiero ver gente, mercados, cabañas, bosques! – Levantó los brazos. - ¡Quiero sentir emoción! Yo… ¡Epa! – Al levantar las manos para gesticular, la princesa se resbaló de la rama y se arrojó al vacío, pero Cerilla la detuvo agarrándola por la parte trasera del corsé. – Tal… tal vez un tipo de emoción más cerca del suelo. – Admitió. – Pero por muy bien que esté, yo quiero salir. ¡Ya no soy un bebé al que andar protegiendo! ¡Incluso me hacen llevar corsé como a una señorita!
El hada se echó a reír con aquella risa tonta que tenían todas las hadas, como si les hubieran pagado – o hechizado – para encontrar gracioso y divino todo lo que Eleanor decía.
-          ¡No te rías! – Gritó, fastidiada. - ¡Yo sé lo que quiero!
-          ¿Estás segura? – El hada dio una voltereta en el aire, y volvió a alisar la falda rosa con las manos. – Pues yo sigo creyendo que tú en realidad quieres quedarte aquí. Quieres que esa señora tan mayor y tan fofa siga mandándote lo que debes hacer y cómo debes comer la sopa. – La princesa hizo una mueca aún más profunda, pero Cerilla continuó. – Yo creo que en realidad lo que quieres es seguir aquí con tus comodidades. Si no, te habrías ido hace mucho tiempo ya.
-          Pero, ¿Qué estás diciendo? – Replicó Eleanor. - ¡Eso es mentira, y lo sabes! ¡Ni mamá ni la aya me dejan salir de aquí!
-          ¿Y? – Replicó el hada, entrecerrando sus ojillos negros. - ¿Quiénes son ellas para decirle a una Reina qué debe o qué no debe hacer?
Lo dijo de una manera que Eleanor sintió un escalofrío recorrer su columna, y su enfado desapareció en gran medida.

Pero no era tan sencillo. Su madre y aya eran una cosa… Pero su padre, el Rey, era el responsable último de su presencia allí, de su encierro. Era él quien controlaba los hechizos de los muros, y todo para mantenerla allí, para asegurar su descendencia. Porque la leyenda decía que sólo se sentaría en el trono de Kingsia un guerrero lo suficientemente fuerte para mandar, pero sólo podría mantenerse en él alguien que tuviera la sangre real de su lado.
Y, por tanto, Eleanor sabía que ese era su destino, ser la “sangre real” necesaria para que un fuerte guerrero se casara con ella y se convirtiera en rey.
-          Seguramente habrá una maldición y dormirás durante muchos años antes de que alguien atraviese un bosque de espinos para verte… - Cerilla se echó a reír. – O no, o ya sé, te encerrarán en una torre muy alta protegida por un dragón para asegurarse de que te rescate alguien muy fuerte… Qué triste, de una mansión, a una torre.
-          ¡No digas tonterías! – Ella hizo un puchero, sintiendo ganas de llorar por lo deprimente de su futuro.
-          Bueno, no sé si el destino en piedra o no… - Revoloteó Cerilla a su alrededor. – Pero lo que sé es que no dice nada de lo que hagas hasta entonces. Si vas a pasar tu adolescencia confinada en una torre con un dragón, ¿Por qué no aprovechar ahora que puedes salir para ver un poco del mundo?
La princesa se exasperó. ¿Cómo iba a entenderlo Cerilla? ¡No podía salir! Estaba allí atrapada por los escudos mágicos milenarios. El rey era el único ante quien obedecían, pero sería imposible engañar a su padre para que colaborase.

-          Pero si esos hechizos son milenarios, eso significa que tu padre no es el creador, ¿No es así? – Dijo, pensativa, Cerilla. – Significa que antes de tu padre, obedecían a su padre, y a su padre antes que él. Significa que esos hechizos no obedecen a la persona. Obedecen a la sangre real.
Y, al fin y al cabo, ese era su destino, pensó Eleanor, sorprendida. Ser la sangre real necesaria para controlar el castillo. ¿Por qué no comenzaba a ponerlo en práctica? Sólo necesitaba una pequeña llave mágica que había en el dormitorio del Rey, que, según Cerilla, abría un pequeño pasadizo por debajo del jardín.
-          Todas las hadas y gnomos saben que existe, pero no sirve de nada mientras nadie abra la barrera. Eres la única que puedes hacerlo, Ele. – La hadita sonrió. – Hazlo. Trae la llave, y yo te prometeré aventuras sin límite. Te prometeré que serás la protagonista de tu propia historia.
Aventuras sin límite… Los ojos de Eleanor brillaron, ambiciosos, mientras estrechaba la mano del hadita y le prometía que así sería. Tomaría esa llave, y abrirían juntas la puerta a su libertad. No más libros en la cabeza, no más reglazos cuando sorbía la sopa, no más dignatarios aburridos y niños nobles adormilados cuyos padres planeaban casarlos con ella.
No más destinos que cumplir.
A la hora acordada, Eleanor se encontraba con Cerilla en el lugar acordado, la puerta del fondo del jardín, más allá de la arboleda. Cubierta de musgo, vieja y ajada, como si no se hubiera usado nunca. Pero la llave encajó a la perfección. La puerta estaba abierta, y, una vez Cerilla le explicó cómo le había visto hacer a su padre, la pequeña princesa no tardó mucho en ver aquella especie de velo transparente que se interponía ante ella. Tan tenue, pero tan sólido. Tan hermoso, pero tan aprisionador. Una jaula de oro. Su jaula.

Pero ahora, Ele tenía la llave.
Así que, pronunciando las palabras mágicas, colocó la mano ante el velo, y observó cómo éste comenzaba a deshacerse a su alrededor, dejando un agujero lo suficientemente grande como para que pasara una niña.


Aquel día seis de mayo, Eleanor ya no rodó por el prado. No saludó a los caballos en los establos, ni a los gnomos en sus casitas. El día seis de mayo, aya no pudo regañar como siempre a la pequeña princesa, porque Eleanor no estaba.
Eleanor estaba ocupada, maravillándose y aterrándose al mismo tiempo con todo lo que había en el exterior. El pasadizo desembocaba en una alcantarilla, un túnel que iba por debajo de la ciudad que se encargaba de drenar toda el agua que se acumulaba en las torrenciales lluvias que podían llegar a anegar el valle entre las colinas. Allí fue donde Cerilla le hizo cambiarse, para que no llamara la atención. Ocultó su melena castaña bajo un sombrero de tela vieja, y el resto de su apariencia real y caras vestiduras se cambiaron por ropas viejas de criado. No querían que los hombres del Rey pudieran reconocerla, ¿verdad?

Así, de esa guisa, con un gorro que la hacía parecer un niño y unas ropas que la hacían parecer pobre, Ele salió al mercado. Al mayor mar de gente que había visto en su vida.
Gente comprando, vendiendo, gritando su mercancía o disputándose por la última trucha del día. Gente yendo y viniendo, ignorándola por completo. ¡Ignorándola! A nadie le importaba que estuviera encorvada o sucia, y de hecho, muchos viandantes la empujaron al pasar. Aquel anonimato era prácticamente la invisibilidad para la princesa. Era algo nuevo y excitante, algo que le hacía dar ganas de explorar, de ver el resto de la ciudad. Sus colores, sus olores, sus sonidos… Aquella algarabía emitida por la masa humana, una masa única y caótica que iba y venía como las hojas de los árboles agitados por el viento…
Corrió arriba y abajo por el mercado, admirando las pulseras y joyas en los puestos de las enanas procedentes del este, y finos ropajes del desierto. Vio que era cierto que había gente de piel mayor, y que los orcos, seres de piel verde y facciones toscas, existían. Aunque al verlos recordó cómo en sus historias siempre cabalgaban bajo la bandera del señor el mal, el ojo en llamas o la mano negra, así que procuró no acercarse mucho a ellos.

Cerilla le ayudó a conseguir una manzana cuando tuvo hambre, distrayendo a la mujer el tiempo adecuado para que Ele la agarrase igual que agarraba la fruta de la cocina sin que los sirvientes se dieran cuenta para dársela a los caballos.
Solo que aquí no eran sirvientes ni estaban pagados para consentirla y hacer como si no se enterasen, y la tendera sí que se dio cuenta de la poca sutileza de Ele, y se lanzó en su persecución, llamándola ladrona a voz en grito y haciéndola correr más deprisa de lo que había corrido en su vida.
Al final, Eleanor consiguió escabullirse por un muro cuya gatera era lo suficientemente grande para su paso pero no para el de una adulta, que daba a un solar en ruinas. Y allí pudo respirar. Oyó a la tendera pasar de largo, gritando enfadada, y contuvo la respiración, pero no pudo contenerla mucho tiempo, y, poco después, fuera de peligro ya, estalló en risas junto con Cerilla. - ¡Pero cómo gritaba! – Se reía. - ¡Y sólo es una manzana! ¡Hay montones en los fruteros del castillo, y todas mejores que esta!
Pero aquellas no eran manzanas libres, pensó mientras le daba un bocado. Allí, en cambio, podía saborearla sabiendo que era sólo suya, que no tendría que responder ante nadie por comérsela. Podía darle mordiscos y escupir las pepitas, y aya no podría regañarle por sentarse con las piernas cruzadas. Sí, aquella manzana… Aquella manzana y aquel momento eran completamente suyos.
Un movimiento atrajo su mirada mientras saboreaba la fruta. Un gato negro saltó entre dos piedras del solar, y cuando se volvió a mirarla, se dio cuenta de que sólo tenía un gran ojo.
-          Bueno, hay dragones con cuatro patas, dragones con dos, con alas y sin alas… - Se encogió de hombros Cerilla, cuando se lo dijo. – Aunque yo no me acercaría mucho, seguro que tiene pulgas.
El gato pestañeó lentamente, y dio un salto, encaramándose a una ventana y desapareciendo el otro lado. Eleonor lo siguió con la mirada, y vio lo que había al otro lado del hueco de la ventana.
Era la colina mayor, la que albergaba la fortaleza real, con sus altos muros de piedra y sus torres. Y una columna de humo.
Eleanor sintió un nudo en la garganta. El castillo. Sus padres, los sirvientes, las hadas… ¡Aya!
-          ¿Por qué tanta urgencia? – Le preguntó Cerilla, según ella corría de vuelta, más y más rápido, por el mercado abarrotado de gente que obstaculizaba, dando codazos y pisotones, escabulléndose. – ¿Qué vas a buscar allí dentro?

-          ¡Tengo que volver!
Si, aquel lugar era maravilloso, lleno de gente y de cosas de muchos colores. Pero, en el fondo, tenía que volver. Su corazón se había saltado un latido al ver el humo, y ahora martilleaba frenético, pensando en lo que podía haber pasado. No sabía la razón, pero que hubiera fuego en el interior de la fortaleza en aquella época del año no era buena señal. Y sabía que si además la princesa había desaparecido, tampoco. Pensó en su madre, en la conmoción al no ver ni rastro de ella, en el disgusto al perder a su hija. Pensó en aya. Aya perdería su trabajo, y si el rey la culpaba de la desaparición por negligencia, podía perder también la cabeza. Pensó en todos los caballos y gnomos y hadas y se sintió culpable, culpable por querer abandonarlos y marchar a ninguna parte, por querer dejarlos allí sin nadie que les diera manzanas en secreto y elogiase sus trabajos en la madera, sin nadie que probase la miel y agradeciera a las abejas…

Eleanor se sintió culpable, pero, para entonces, para cuando llegó de nuevo a la entrada del pasadizo, descubrió que ya era demasiado tarde.
-          Menuda locura todo esto del pasaje secreto, ¿no creéis? – Decía uno del grupo de hombres que estaba allí, armados con piezas de cuero negras y espadas cortas, entrando por el pasadizo. Eleanor se ocultó tras una pared, antes de que la vieran. Enemigos. – Una vía directa al interior de ese nido de víboras… Estos nobles son más tontos de lo que parece.
-          No es tan sencillo. – Decía otro. – Hasta ayer, esta zona también estaba protegida por un escudo mágico. Parece que Lim Ojo de cuervo decía la verdad. Sí que sabía sortear sus defensas. Me pregunto si habrá hecho un pacto o algo así. O quizás tenga a alguien dentro. – Se echó a reír, y miró por el agujero por el que Eleanor había salido horas antes. Ésta notó endurecerse el nudo de su garganta, al darse cuenta de que ella había sido la causante de aquello. Ella había salido por allí, había abierto la barrera y luego había olvidado cerrarla. Y ahora…

-          Da igual cómo lo haya conseguido. – Concluyó el que parecía el líder. – El caso es que Ojo de Cuervo ha conseguido lo que prometió, y al fin podemos hacer un cambio. Podemos entrar en las vidas de esos parásitos, de esos nobles y reyes, y hacerles entender cómo nuestro pueblo muere de hambre mientras ellos engordan más y más. Es nuestra oportunidad de cambiar las cosas, de hacer un país mejor para nuestros hijos. Hay una serie de cosas que no podemos cambiar. Sequía, hambruna, desastres naturales… Pero hoy, los nobles que nos pisotean y se ríen de nuestras caras han dejado de estar en ésta lista. Hoy podemos librarnos de esa lacra. – Golpeó a uno de ellos con el puño en el pecho, para darle ánimos. – Vuestros hermanos de escudo ya se enfrentan ahí dentro a los parásitos y sus sirvientes armados, pero n pueden hacerlo solos. Entrad, hermanos entrad y tomad lo que es nuestro por derecho propio. Tomad lo que es del pueblo y para el pueblo. Este Reino ha aguantado durante demasiado tiempo a la familia real… ¡A por ellos!

-          ¡Por la revolución! – Gritó uno de ellos, y todos lo corearon, para después entrar en el pasadizo y perderse de vista, dejando allí a Ele, hecha un mar de lágrimas.
-          ¿Por qué lloras? – Le preguntó Cerilla, revoloteando a su alrededor. - ¿No era esto lo que quería?
No, dijo Eleanor. No quería que los mataran o que les hicieran nada. No quería perderlos. Su único deseo era conocer el mundo exterior. Nunca quiso que el interior desapareciera.
-          Me pediste aventuras. – Le recordó Cerilla. - ¿Y crees que el Rey te habría dejado correr aventuras?
-          N-no, pero…

-          Te habría cazado, y tú habrías tenido que huir. La huida, o el encierro. Y eso no habría sido ninguna aventura. Me pediste aventuras, Eleanor… Y ahora tienes ante ti todas las aventuras que puedas imaginar.
-          P-Pero, ¿Por qué? ¿Por qué me convenciste? – Había sido ella, Cerilla, la que había comenzado con todo aquello, la que le había hablado de las barreras y la llave. La que la había sacado de allí. - ¿Por qué tuviste que meterlos a ellos?

-          Te prometí aventuras a cambio de la llave, princesa… - Dijo la criaturita parecida a un hada, de dientes afilados. – Pero no fuiste la única a la que le prometí cosas. También hice tratos con Lim Ojo de Cuervo. Sus padres murieron, en la hambruna del año pasado, el mismo que se unió a los rebeldes. Quería ayudar a la gente, quería hacer un cambio. Me pidió la revolución. Y los demonios solemos cumplir lo que prometemos.
Del interior del túnel se oían los gritos de una batalla, lejanos pero aún audibles. - ¿Te das cuenta? El regicidio de Lim Ojo de Cuervo llevará a un enardecimiento del pueblo llano, y aunque la guardia logrará expulsarlo del castillo, la llama ya estará prendida. La llama del cambio, de la revolución.
El gorro de gnomo que le cubría la cabeza comenzó a arder, formando una llama que la cubrió como una suerte de melena ardiente. – Ya sabes lo que dicen… Hasta el incendio más grande, comienza con una simple cerilla.

Cerilla, hada del campo ardiendo


Eleanor retrocedió, dándose cuenta de la magnitud de su error. Dándose cuenta de lo que había hecho, de cómo había ayudado a prender la mecha de la hoguera. Había quitado la piedra base, abierto un boquete por el que los enardecidos rebeldes habían conseguido entrar a palacio, con intenciones regicidas. Había jugado perfectamente el papel que Cerilla quería para ella, y el hada-demonio le había entregado el palacio al revolucionario en bandeja de plata. Y ella…
-          Ahora, según yo lo veo, tienes dos opciones. – Continuó Cerilla. – Puedes huir, sobrevivir, y vivir una vida llena de aventuras. Quién sabe, tal vez en el futuro tus caminos te traigan de vuelta. O puedes entrar ahí… - Revoloteó. – Morirás en poco tiempo, pero hasta ese momento, tu vida también estará llena de aventuras. ¿Lo ves? Yo no soy mala… Solamente cumplo mi palabra.
Eleanor tragó saliva. Entrar allí, o huir. Esas eran sus dos opciones… Pero ya sabía cuál iba a elegir. Había leído suficientes historias como para saberlo. Viviría. Sí, sobreviviría y correría todas las aventuras que hiciera falta. Viajaría a lugares lejanos, se haría más fuerte y, algún día, volvería a casa. Algún día, reclamaría lo que era suyo, como todos aquellos príncipes desterrados de las historias. Hasta cierto punto, lo sentía por el hada-demonio. Iba a hacerlo por el camino largo, y hasta entonces, pensaba ocuparse de que la hadita cumpliera su parte del trato.

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-          ¿Lo entiendes ya, Lim? – Terminó de contar Cerilla, emitiendo su risa cantarina mientras revoloteaba entre los dos guerreros. - ¿Entiendes lo que provocaste cuando comenzaste esta revolución, esta guerra, hace ya quince largos años? Me pediste una revolución, y yo te la concedí… Pero todos mis deseos tienen un pago.
-          Lo recuerdo. – Replicó éste. Espada en mano, en guardia y sin apartar la mirada del enemigo. – Me ofreciste una revolución, y a cambio, me pediste una venganza. “A cambio, otra persona tendrá que matar a la persona más influyente de Kingsia”. ¡Y lo hice! ¡Dejé que mis hombres se repartieran la vida del rey como mejor les conviniera!
-          No hablaba del Rey en aquel entonces. – Replicó, divertida, Cerilla. – Hablaba de ti. Tú eres la persona más influyente de Kingsia, lo fuiste desde que hicimos el trato y se abrió gracias a ti la puerta del castillo. La cabeza visible de los revolucionarios... Lim Ojo de Cuervo.

La guerra había sido larga y dura, y las casas nobiliarias se habían blindado en sus fortalezas y castillos, afianzando sus tropas y protegiéndose contra las fuerzas rebeldes. Había sido duro y habían perdido a muchos valientes por el camino, pero quince años después, Lim Ojo de Cuervo y su Bandada habían logrado depurar al reino de una casta nobiliaria vieja, infecta y demasiado apegada a sus costumbres y feudos. Habían echado a los indeseables, y habían ganado la guerra.
Y ahora, cuando Lim se había asentado en las antiguas dependencias reales para gobernar el pueblo, cuando se había dado cuenta de lo cómoda que resultaba aquella vida, recibía de nuevo la visita del pequeño demonio feérico de cabeza llameante, acompañado de un único guerrero que, ocultando su identidad con el yelmo, se había abierto paso hasta el interior del castillo sin que ninguno de sus guardias, antiguos rebeldes, lo hubiera visto.
Pero, tras esa historia… Lim dio un paso atrás, mientras el guerrero se quitaba el yelmo y lo dejaba caer.

-          Mi nombre es Eleanor I. – Se presentó la guerrera, con la espada desenvainada y en guardia. -  Hija de unos padres asesinados, amiga de unos sirvientes asesinados, y heredera al trono de Kingsia. Habrás ganado la guerra, Lim, pero nunca reinarás. Porque la leyenda dice que sólo puede ser rey aquel que tenga la fuerza necesaria para proteger a su reino y la sangre necesaria para dominar el palacio. Y yo tengo las dos cosas. Las puertas del pasadizo secreto que una vez abrí para escapar se han abierto otra vez ante mí, y ahora he vuelto a casa, lista para echar de ella a los usurpadores que la ocupan, y para reclamar mi destino.
-          Todo eso es muy bonito, princesa… Pero el momento de los reyes pasó. – Replicó él, con su propia espada también desenvainada. – Ahora es tiempo de la revolución, del pueblo.

-          Y por más que miro, sigo sin ver por aquí  a nadie que no seáis tú y tus hombres. He pasado los últimos quince años con el pueblo, Lim… Y te aseguro que no tienen una habitación tan grande como la tuya, o la de tus auto-proclamados rebeldes. Estáis convirtiéndoos en la mismo contra lo que pretendíais luchar. Ya no quieren ser liberados por vosotros, quieren ser liberados de vosotros.

La pequeña Eleanor había pensado que su destino era ser secuestrada por un dragón, pero Eleanor se dio cuenta de que tal vez era ese precisamente su destino, aunque sólo fuera para entrar en su guarida y encontrar a todos los campesinos y las provisiones que se había llevado al saquear el pueblo. Había pensado que tenía que casarse con un guerrero capaz de rescatarla y combatir a sus secuestradores, cuando ella era la única guerrera que necesitaba en el trono. Ella era la que había combatido a bandidos y maleantes de los caminos y había comprobado de primera mano las dificultades que encontraban los campesinos de a pie, y éstos lo habían visto.
-          Los rumores cuentan que la princesa sobrevivió, y que volverá a reclamar su trono. He venido a hacerlos realidad. Estoy aquí para recuperar lo que me pertenece. Acabemos con esto.


-          Y así, - Concluye Cerilla. – se cierra el círculo. Una revolución por una venganza, y un destino por una llave. El Rey de Kingsia estaba preocupado por cómo se había distanciado de su pueblo, por una casta nobiliaria endogámica y podrida. El malestar crecía en su reino, y sabía que él no sobreviviría a aquello. Por eso puso toda su fe en Eleanor, pidiéndome que la convirtiera en una reina cercana al pueblo, alguien que ha vivido entre ellos y conoce sus tribulaciones y entiende las consecuencias de sus acciones. El trabajo de Lim era eliminar la sucia nobleza apegada al poder, apaciguando los ánimos de los rebeldes y allanándole el camino a Eleanor, para que, a su vuelta, el pueblo la reconociese como uno de los suyos, con historias y canciones sobre sus aventuras y sobre los dragones y enemigos que había abatido. Y, al ser coronada reina de nuevo, Eleanor comprendiese que, en el fondo, el jefe final de una mazmorra mágica no es más que un esqueleto tan esqueleto como el resto.
Para, de esa manera, convertirse en Eleanor I de Kingsia, la Reina Aventurera. La Rescatadora de Dragones, la Intrépida. Muchas historias más podrían escribirse sobre Eleanor I, sobre cómo sus medidas ayudaron a que su pueblo prosperara, y cómo hizo retroceder a los elfos del norte y los pantanos del sur para glorificar a Kingsia. Pero eso, tal vez, necesite otra historia, y otro momento.

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-          Ya veo. – El hombre tenía un traje verde de empresario, y una gabardina a juego, al igual que el fedora que había en la mesilla de la cafetería y contra la que se apoyaba cierta hada, con una corta camiseta rosa y de cabeza llameante. – No suelo apoyar ese tipo de causas, pero sé reconocer un trabajo satisfactorio cuando lo veo.
-          Claro que sí. – Replicó el hada. – Han pasado mil años, y su estirpe sigue en el trono. Es curioso, no sé… No importa cuántos años pasen, tengan espadas y arcos o pistolas y androides tecnomágicos, los humanos siempre tendrán ese algo que nos atrae a los demonios indefectiblemente. No sé cómo llamarlo, pero…

-          Sí. – Accedió el del traje, llamado Cheshire. – Son entretenidos. ¿Cómo quieren que nos resistamos a eso? 

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